Editorial
En semanas recientes, las atrocidades que perpetra en el país la delincuencia organizada han tenido el propósito inequívoco de causar zozobra y pánico entre la población. Si en algún tiempo lo hicieron, actualmente las mafias ya no buscan desaparecer los cadáveres de sus víctimas ni esconder sus ajustes de cuentas. Por el contrario, los cuerpos de los asesinados han sido convertidos en medios para alimentar la sensación de desamparo; los lugares elegidos para abandonarlos constituyen en sí mismos parte del mensaje; la masacre de civiles operada el pasado 15 de septiembre en Morelia fue planeada para generar un impacto rápido y contundente en todo el territorio nacional.
Es ya indiscutible el hecho de que la criminalidad actúa, como se señaló en este espacio el pasado 29 de agosto, con una conciencia clara del papel de los medios y hace cálculos precisos para servirse de la cobertura informativa y utilizarla para sus propios fines. Tal vez como parte de su desafío al Estado, los delincuentes abandonan sus tradicionales maneras furtivas y optan por emitir mensajes que lleguen al mayor número posible de lectores, radioescuchas y televidentes. Al parecer, tienen la certeza de que la colocación de una narcomanta o la publicación en Internet de un video tienen garantizada la difusión.
En tales circunstancias, corresponde a las corporaciones policiales decodificar los mensajes referidos, cuando así proceda, a fin de allegarse de elementos para la investigación, la imputación y captura de los infractores. Los medios, por su parte, tienen ante sí el deber de no convertirse en cajas de resonancia de la criminalidad organizada y la obligación de empeñarse a fondo en la conformación de criterios éticos que establezcan hasta dónde es lícito llegar en materia de cobertura noticiosa y a partir de qué momento ésta se convierte en un instrumento al servicio de las mafias.
El tema es pertinente por la reiterada reproducción, por parte de algunos medios, de narcomantas y otros mensajes de la delincuencia organizada, así como por la profusión de imágenes atroces –casi siempre, los resultados de un homicidio– en primeras planas y espacios destacados.
Ciertamente, para la sociedad, las autoridades y el propio oficio periodístico sería catastrófico que las instancias informativas optaran por ignorar los hechos delictivos que se multiplican en el país y que, en aras de la paz de espíritu de sus audiencias, ocultaran o minimizaran una realidad tan grave y preocupante como la ofensiva criminal que azota al territorio nacional. Pero, por otra parte, no es menos preocupante que las bandas de infractores logren la reproducción mediática de sus mensajes en espacios destacados, es obligado preguntarse si el rigor periodístico y el compromiso con la verdad justifican la difusión regular y puntual de eso que podría denominarse el discurso de los criminales.
La única razón visible para semejante proceder no parece de índole periodística sino mercantil. Es indudable que la palabra de secuestradores, homicidas y narcotraficantes puede suscitar la curiosidad de muchos y que, con el simple hecho de reproducirla, los medios aseguran el crecimiento en las audiencias, así sea circunstancial y, con ello, el crecimiento de las ventas, así como la consiguiente mejoría en las utilidades. El sensacionalismo no es tanto un estilo periodístico sino un recurso empresarial que busca mejorar la posición del medio informativo en el mercado. Sin que ello signifique complicidad en sus términos legales ni apología del delito, la publicación, sin gradaciones ni criterio de lo que dicen los delincuentes, se convierte en una ayuda objetiva para éstos.
Es preciso, en consecuencia, que los medios informativos en su conjunto se comprometan en la búsqueda de equilibrios que permitan, sin faltar a la verdad y sin ocultar los hechos, impedir que la criminalidad organizada pueda dirigirse a la opinión pública con la facilidad y la impunidad con que lo hace hoy día. Eso serviría mucho más a la causa de la legalidad y el estado de derecho que las adhesiones unánimes y acríticas –como las quiere el gobierno federal– a una estrategia de seguridad pública que, si se juzga por resultados, ha resultado diametralmente equivocada.
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