El Grito… de qué?
Juan Villoro
¡Qué nacionalistas son ustedes!", me dijo una azafata colombiana mientras despegábamos de México un 16 de septiembre. La noche anterior había visto la ceremonia de El Grito y estaba sorprendida de nuestra capacidad de expresar amor a la patria con cornetas y lluvias de confeti.
Su comentario no era crítico sino admirativo. En vísperas del Bicentenario de la Independencia, ¿qué estado de salud guarda nuestro sentido de la identidad?
Por principio de cuentas habría que considerar que el nacionalismo hecho en México no es defensivo ni reivindicativo como la mayoría de los movimientos étnicos o culturales que subdividen Europa en tiempos de globalización. Se trata de un nacionalismo fiestero. Cuando gritamos "¡Viva México!" no pensamos en reconquistar Texas ni expulsar a los argentinos que ocupan puestos en las pasarelas de la moda o la delantera de la Selección nacional. Nos entregamos a la ceremonia para preservar la muy mexicana costumbre de estar juntos y de preferencia apretujados.
Aunque las banderas tricolores de tamaño S, M, L o XL vengan de Hong Kong, sirven de eficaz salvoconducto para lanzar cohetes, comer esquites, tomar las plazas. Sólo el 15 de septiembre la vida pública se interrumpe por frenesí. Ser patriota en esa noche significa aplastar un cascarón de huevo relleno de confeti en la nuca de tu compadre y que él sonría, agradecido por el guamazo fraternal.
La dimensión del suceso es íntima, del todo ajena a la conducta del Producto Interno Bruto, los precios del petróleo o la actuación del presidente. No se festeja el estado de la patria sino nuestro gozo de gritar en nombre de la patria.
El 15 de septiembre nos fundimos en un tejido articulado por el agua de horchata; las pepitas atenazadas entre el índice y el pulgar; los hules que la lluvia convierte en una segunda piel; el olor agrio de la multitud matizado por vapores ricos en cilantro y epazote; las exclamaciones de "¡no empujen!" seguidas de las de "¡Mé-xi-co, Mé-xi-co!" (que sirven para empujar); la olla providente de los tamales y el silbido náutico de los camotes; las demasiadas chelas; el urgente uso de suelo que permite orinar a la intemperie; la inconfundible presión de un palito de elote en las costillas; el zumbante rehilete tricolor; el merolico que anuncia "llévese su máscara de Salinaaaaaaas"; el esplendor de la piratería (en el ojo del huracán humano, alguien vende pilas para cámaras digitales o mini calcetines para proteger el iPod); el gran bazar de la quincalla y la bisutería; los muchos objetos -todos ellos provisionales- que nos permiten reconocernos como parte de la tribu.
Al igual que las concentraciones del Ángel de la Independencia, la grey del 15 llega al Zócalo, las embajadas mexicanas en el extranjero y las plazas movida por el entusiasmo. Sin embargo, en este caso no está respaldada por una insólita victoria deportiva ni por haber conseguido un esforzado empate (variante local del triunfo épico). En la noche de El Grito, la patria puede atravesar su peor momento, competir con Irak en índice de secuestros y periodistas asesinados, sin que eso detenga las serpentinas. No celebramos la excepción, el mérito inaudito, sino la norma, ser como somos, o como semos, que no es lo mesmo.
Los requisitos del 15 de septiembre son sentimentales; la remota promulgación de un derecho hace que nos suba la bilirrubina. Nadie revisa con rigor histórico lo que pasó en 1810 ni lo que habría sucedido si Hidalgo hubiera tomado la capital cuando pudo hacerlo. El motivo original -los insurgentes de patilla egregia-se borra ante las necesidades del presente, consagradas a echar relajo.
Para participar en el convite no se requiere de otra seña de identidad que la estruendosa carcajada ni otro pasaporte que pronunciar "chiquitibum". No es necesario conocer la letra del Himno ni estar enterado de quién fue el Pípila. En ese momento se es mexicano con la sencilla y afrentosa naturalidad con que se agita una matraca o se usa un sombrero de un metro de diámetro. El linaje no depende del jus soli o el jus sangui sino del derecho a echar montón, a ser uno con los muchos otros.
Una figura esencial del desmadre mexicano es el colado. En la fiesta de El Grito abundan los que no son de aquí, pero se naturalizan con buches de tequila y alaridos de triple impacto. ¿Importaría que un despistado gritara "¡E-cua-dor!" en medio del coro vernáculo? La verdad, no nos daríamos por enterados, o volveríamos a escuchar "Mé-xi-co", la palabra que es como el bombo de la batería, la base sonora de la noche, el tam-tam que se oye más con el estómago que con los oídos, por encima del reggaeton, la quebradita tex-mex, el estallido ponchis-ponchis, los ritmos híbridos incapaces de acallar la sangre devota que cita en sus latidos a Ramón López Velarde.
Al fragor de las cornetas de plástico, los talismanes nos congregan mejor que los héroes. Aldama, Mina y Allende importan menos que el penacho azteca, la melena afro tricolor y el jorongo de chiles serranos que identifican a Pedro, María y Juan como protagonistas de la jornada. Noche del disfraz y la artesanía, del exvoto y el souvenir, el 15 de septiembre sigue el decurso del carnaval sin sus implicaciones religiosas o esotéricas. La gente se conoce y desconoce, se pinta las mejillas de verde, blanco y colorado, accede a arrebatos pánicos, llega a la catarsis de los fuegos de artificio sin otra causa que la pasión republicana. ¿No es raro estar frenético en nombre de la ley? El mismo país que ignora la Constitución y refuta la normatividad convierte un principio jurídico, un acto de soberanía, en causal de gran pachanga.
A diferencia de las muchas ceremonias nacionales que alternan el cristianismo con la sensualidad pagana y justifican tesis sobre el sincretismo religioso, el 15 de septiembre es carnavalesco de un modo cívico, sin pedir el apoyo de los mitos. No incluye otro rito de paso que gritar los apellidos de los héroes. Su protocolo es el de la juerga aderezada con lo que juzgamos nuestro, del ponche al mariachi loco.
Si el pretexto de la fiesta es un decreto que puede olvidarse pasada la medianoche, su cumplimiento involucra a los cinco sentidos en una apropiación privada, orgánica, de lo público: la Constitución es el evanescente motivo para probar el agua de jamaica y el agradable escalofrío de los toques eléctricos. En la intensidad sensorial de la noche se producen los gestos unitarios del faje rápido y la manita de puerco, el pisotón y el albur, la caricia entibiada por el jarrito de atole, la espalda de junto que sirve para limpiar el agua que cayó del cielo y tal vez era de riñón.
El festejo es inquebrantable por la forma en que lo íntimo se vuelve compartible. ¿Qué identidad cristaliza ahí? Hace mucho que el paisaje dejó de ser homogéneo. Las plazas se llenan de mexicanos tatuados, mexicanos torcidos, mexicanos rubios (oxigenados, o no, o nomás tantito), mexicanos con piercing, mexicanos pirata, mexicanos jodidos, mexicanos gallones, mexicanos alienígenas, mexicanos exprés, mexicanos de siempre, mexicanos de exportación, mexicanos típicos, mexicanos raros, mexicanos de calendario, mexicanos hartos de ser mexicanos, mexicanos de dibujos animados, mexicanos como no hay dos, los muchos modos que tenemos de ser La Raza, cuya única estadística se expresa así: "¡Somos un chingo y seremos más!".
La macroeconomía, es decir,
el virreinato
La variopinta multitud del día 15 sabe que la gesta tuvo un origen remoto, pero lo que se conmemora a través del gozo sólo depende del instante. Acaso el Bicentenario obligue a repasar las cosas con más calma, no durante la noche de los cohetes, sino antes o después de quemar la pólvora.
Los países de América Latina que hace 200 años decidieron correr su propia suerte son hoy un teatro de las paradojas. Con ánimo bolivariano, los equipos de futbol de la región se unieron en la liga Libertadores. De acuerdo con los tiempos que corren, el empeño ha recibido patrocinio español. La justa se ha rebautizado como la copa "Santander-Libertadores" para honrar a la entidad bancaria que la hace posible. Tal vez en el futuro cristalicen otros proyectos que apelen de manera simultánea a la independencia y la dependencia, como el "Hotel Soberanía Nacional-Meliá", el "Museo de la Patria-Corte Inglés" o la cadena de comida rápida "Albóndiga de Granaditas-Ybarra".
Que el futbol latinoamericano dependa de un banco español podría ser un detalle baladí. Por desgracia, es la metáfora perfecta de países donde algunas de las empresas más rentables se llaman Repsol, Gas Natural, Endhesa, Telefónica, Iberia, Caja Madrid o Mapfre. Los tres principales grupos editoriales que operan en la región son españoles y el principal periódico del idioma es español. La Torre del Bicentenario, que estuvo a punto de erigirse en la Ciudad de México con apoyo de la compañía española Zara, hubiera aportado otra ironía al festejo. ¿Virtud de ellos o culpa nuestra?
No se le puede regatear méritos a una sociedad democrática como la española, que supo erradicar la pobreza, combatir la corrupción y unir su destino al europeo. Por desgracia, mientras España se convertía en un próspero país de clase media, México se dividía en 40 millones de pobres, una casta de empresarios impunes que operan con dinámica de monopolio y, en medio de ellos, una vacilante población que paga impuestos.
Doscientos años después de la Colonia es más barato comprar en España un paquete turístico a la Riviera Maya que hacerlo en México, y una llamada telefónica de Madrid al DF cuesta lo mismo que el IVA de una llamada en sentido inverso. ¿Qué ha pasado?
El retorno de la dependencia peninsular llega a reforzar la que ya tenemos de Estados Unidos. Las calles del México independiente son escenarios donde prosperan uno, dos, tres Starbucks. ¿Llegaremos a la utopía de Los Simpson en la que toda una cuadra sea ocupada por cafeterías Starbucks?
¿Basta mantener los límites de la geografía política y las 200 millas de derecho marítimo para impedir que se desnacionalice un país? El maíz, origen del hombre en las cosmogonías prehispánicas, es la planta nacional que ahora importamos de Estados Unidos, donde se utiliza para hacer etanol (quizá por eso Speedy González corre tanto) y donde viven los paisanos cuyas remesas mantienen a flote nuestra economía.
¿Qué tan independiente es un país donde el dinero circulante proviene en su mayoría de los migrantes, el narcotráfico y el subsuelo que, tarde o temprano, dejará de dar petróleo? No sólo la autosuficiencia económica, sino la soberanía misma parecen estar en entredicho. Por eso la polémica sobre el futuro del petróleo ha despertado tanto interés y tanto encono.
Estamos acostumbrados a definirnos de manera reactiva ante los extraños, no a partir de lo que somos sino de lo que ellos nos deben o de la forma en que nos molestan: hemos sido botín de los españoles, los gringos y los extraterrestres (a juzgar por nuestro récord de avistamientos de ovnis).
Provenimos del mestizaje, las ciudades más "típicas" de México tienen un casco colonial (Zacatecas, Oaxaca, Guanajuato, Morelia) y el nombre más común del país no es Ilhuicamina sino José Hernández. Sin embargo, en las escuelas la Independencia se sigue enseñando como un extraño regreso a las esencias: éramos mexicanos puros, dejamos de serlo en la conquista y volvimos a serlo cuando sonó la campana de Dolores.
La visión patriotera del origen ha tenido una función ideológica compensatoria para explicar el fracaso: la NASA no está en México porque Pedro de Alvarado degolló a los astrónomos vernáculos. En el discurso oficial, la conquista ha servido de pretexto para justificar un presente empantanado. En su libro Mis tiempos, el presidente López Portillo señala que sintió toda la fuerza de su poder cuando ordenó destruir una manzana de edificios coloniales en el DF para explorar las ruinas del templo mayor. La solución ecuménica hubiera sido hacer una arqueología subterránea, respetando ambas culturas, pero esto habría impedido la demoledora exhibición del Ejecutivo y su gesto de supremacía identitaria, es decir, su extraña modernidad prehispánica. Al establecer contacto con un esplendor pretérito, el nuevo emperador azteca buscaba, a un tiempo, encarnar la tradición y recordar que los agravios del pasado justifican la crisis del presente.
Aceptar las mezclas de las que estamos hechos pertenece a la misma operación política y cultural que enfrentar el colonialismo contemporáneo. En El laberinto de la soledad, Octavio Paz planteó el desafío de reconocer la identidad para vencer complejos. Al propio autor, ese enfoque le pareció esquemático y lo matizó en Posdata: "El mexicano no es una esencia sino una historia". Abierto al tiempo, se somete a nuevas realidades. En La jaula de la melancolía, Roger Bartra cerró el tema de la identidad vista como algo unívoco e inmanente. Somos mixtos y no siempre lo somos del mismo modo.
Sólo desde la seguridad de lo nuestro -la cambiante pluralidad que nos conforma- podemos distinguir lo ajeno. "Lo Cortés no quita lo Cuauhtémoc", dice el dicho que hace falta poner en práctica.
En su obra de teatro Dirección gritadero, el dramaturgo francés Guy Foissy propone la creación de un espacio donde la gente se desahoga con alaridos. No estaría mal que tuviéramos un lugar así para los días hábiles, un Gritadero cívico donde verter nuestras propias inconformidades. Nadie nos escucharía, por supuesto, pero al menos nos serviría de terapia. Por ahora disponemos de una fecha incontrovertible para unirnos en el desfogue y transfigurar las ganas de tantas cosas en jolgorio y hedonismo. El 15 de septiembre no ha perdido brío ni lo perderá. El entusiasmo en que se basa se alimenta de sí mismo y no requiere de más evidencia histórica para ocurrir que el calendario.
No hay modo de mermar nuestra íntima noción de pertenencia. Sin embargo, en la cruda del 16 de septiembre convendría revisar qué le pasó a un país donde la Independencia se celebra con banderas hechas en China, donde compramos mole en Wal-Mart y donde pagamos los tragos y las botanas de El Grito con una tarjeta BBVA.
Su comentario no era crítico sino admirativo. En vísperas del Bicentenario de la Independencia, ¿qué estado de salud guarda nuestro sentido de la identidad?
Por principio de cuentas habría que considerar que el nacionalismo hecho en México no es defensivo ni reivindicativo como la mayoría de los movimientos étnicos o culturales que subdividen Europa en tiempos de globalización. Se trata de un nacionalismo fiestero. Cuando gritamos "¡Viva México!" no pensamos en reconquistar Texas ni expulsar a los argentinos que ocupan puestos en las pasarelas de la moda o la delantera de la Selección nacional. Nos entregamos a la ceremonia para preservar la muy mexicana costumbre de estar juntos y de preferencia apretujados.
Aunque las banderas tricolores de tamaño S, M, L o XL vengan de Hong Kong, sirven de eficaz salvoconducto para lanzar cohetes, comer esquites, tomar las plazas. Sólo el 15 de septiembre la vida pública se interrumpe por frenesí. Ser patriota en esa noche significa aplastar un cascarón de huevo relleno de confeti en la nuca de tu compadre y que él sonría, agradecido por el guamazo fraternal.
La dimensión del suceso es íntima, del todo ajena a la conducta del Producto Interno Bruto, los precios del petróleo o la actuación del presidente. No se festeja el estado de la patria sino nuestro gozo de gritar en nombre de la patria.
El 15 de septiembre nos fundimos en un tejido articulado por el agua de horchata; las pepitas atenazadas entre el índice y el pulgar; los hules que la lluvia convierte en una segunda piel; el olor agrio de la multitud matizado por vapores ricos en cilantro y epazote; las exclamaciones de "¡no empujen!" seguidas de las de "¡Mé-xi-co, Mé-xi-co!" (que sirven para empujar); la olla providente de los tamales y el silbido náutico de los camotes; las demasiadas chelas; el urgente uso de suelo que permite orinar a la intemperie; la inconfundible presión de un palito de elote en las costillas; el zumbante rehilete tricolor; el merolico que anuncia "llévese su máscara de Salinaaaaaaas"; el esplendor de la piratería (en el ojo del huracán humano, alguien vende pilas para cámaras digitales o mini calcetines para proteger el iPod); el gran bazar de la quincalla y la bisutería; los muchos objetos -todos ellos provisionales- que nos permiten reconocernos como parte de la tribu.
Al igual que las concentraciones del Ángel de la Independencia, la grey del 15 llega al Zócalo, las embajadas mexicanas en el extranjero y las plazas movida por el entusiasmo. Sin embargo, en este caso no está respaldada por una insólita victoria deportiva ni por haber conseguido un esforzado empate (variante local del triunfo épico). En la noche de El Grito, la patria puede atravesar su peor momento, competir con Irak en índice de secuestros y periodistas asesinados, sin que eso detenga las serpentinas. No celebramos la excepción, el mérito inaudito, sino la norma, ser como somos, o como semos, que no es lo mesmo.
Los requisitos del 15 de septiembre son sentimentales; la remota promulgación de un derecho hace que nos suba la bilirrubina. Nadie revisa con rigor histórico lo que pasó en 1810 ni lo que habría sucedido si Hidalgo hubiera tomado la capital cuando pudo hacerlo. El motivo original -los insurgentes de patilla egregia-se borra ante las necesidades del presente, consagradas a echar relajo.
Para participar en el convite no se requiere de otra seña de identidad que la estruendosa carcajada ni otro pasaporte que pronunciar "chiquitibum". No es necesario conocer la letra del Himno ni estar enterado de quién fue el Pípila. En ese momento se es mexicano con la sencilla y afrentosa naturalidad con que se agita una matraca o se usa un sombrero de un metro de diámetro. El linaje no depende del jus soli o el jus sangui sino del derecho a echar montón, a ser uno con los muchos otros.
Una figura esencial del desmadre mexicano es el colado. En la fiesta de El Grito abundan los que no son de aquí, pero se naturalizan con buches de tequila y alaridos de triple impacto. ¿Importaría que un despistado gritara "¡E-cua-dor!" en medio del coro vernáculo? La verdad, no nos daríamos por enterados, o volveríamos a escuchar "Mé-xi-co", la palabra que es como el bombo de la batería, la base sonora de la noche, el tam-tam que se oye más con el estómago que con los oídos, por encima del reggaeton, la quebradita tex-mex, el estallido ponchis-ponchis, los ritmos híbridos incapaces de acallar la sangre devota que cita en sus latidos a Ramón López Velarde.
Al fragor de las cornetas de plástico, los talismanes nos congregan mejor que los héroes. Aldama, Mina y Allende importan menos que el penacho azteca, la melena afro tricolor y el jorongo de chiles serranos que identifican a Pedro, María y Juan como protagonistas de la jornada. Noche del disfraz y la artesanía, del exvoto y el souvenir, el 15 de septiembre sigue el decurso del carnaval sin sus implicaciones religiosas o esotéricas. La gente se conoce y desconoce, se pinta las mejillas de verde, blanco y colorado, accede a arrebatos pánicos, llega a la catarsis de los fuegos de artificio sin otra causa que la pasión republicana. ¿No es raro estar frenético en nombre de la ley? El mismo país que ignora la Constitución y refuta la normatividad convierte un principio jurídico, un acto de soberanía, en causal de gran pachanga.
A diferencia de las muchas ceremonias nacionales que alternan el cristianismo con la sensualidad pagana y justifican tesis sobre el sincretismo religioso, el 15 de septiembre es carnavalesco de un modo cívico, sin pedir el apoyo de los mitos. No incluye otro rito de paso que gritar los apellidos de los héroes. Su protocolo es el de la juerga aderezada con lo que juzgamos nuestro, del ponche al mariachi loco.
Si el pretexto de la fiesta es un decreto que puede olvidarse pasada la medianoche, su cumplimiento involucra a los cinco sentidos en una apropiación privada, orgánica, de lo público: la Constitución es el evanescente motivo para probar el agua de jamaica y el agradable escalofrío de los toques eléctricos. En la intensidad sensorial de la noche se producen los gestos unitarios del faje rápido y la manita de puerco, el pisotón y el albur, la caricia entibiada por el jarrito de atole, la espalda de junto que sirve para limpiar el agua que cayó del cielo y tal vez era de riñón.
El festejo es inquebrantable por la forma en que lo íntimo se vuelve compartible. ¿Qué identidad cristaliza ahí? Hace mucho que el paisaje dejó de ser homogéneo. Las plazas se llenan de mexicanos tatuados, mexicanos torcidos, mexicanos rubios (oxigenados, o no, o nomás tantito), mexicanos con piercing, mexicanos pirata, mexicanos jodidos, mexicanos gallones, mexicanos alienígenas, mexicanos exprés, mexicanos de siempre, mexicanos de exportación, mexicanos típicos, mexicanos raros, mexicanos de calendario, mexicanos hartos de ser mexicanos, mexicanos de dibujos animados, mexicanos como no hay dos, los muchos modos que tenemos de ser La Raza, cuya única estadística se expresa así: "¡Somos un chingo y seremos más!".
La macroeconomía, es decir,
el virreinato
La variopinta multitud del día 15 sabe que la gesta tuvo un origen remoto, pero lo que se conmemora a través del gozo sólo depende del instante. Acaso el Bicentenario obligue a repasar las cosas con más calma, no durante la noche de los cohetes, sino antes o después de quemar la pólvora.
Los países de América Latina que hace 200 años decidieron correr su propia suerte son hoy un teatro de las paradojas. Con ánimo bolivariano, los equipos de futbol de la región se unieron en la liga Libertadores. De acuerdo con los tiempos que corren, el empeño ha recibido patrocinio español. La justa se ha rebautizado como la copa "Santander-Libertadores" para honrar a la entidad bancaria que la hace posible. Tal vez en el futuro cristalicen otros proyectos que apelen de manera simultánea a la independencia y la dependencia, como el "Hotel Soberanía Nacional-Meliá", el "Museo de la Patria-Corte Inglés" o la cadena de comida rápida "Albóndiga de Granaditas-Ybarra".
Que el futbol latinoamericano dependa de un banco español podría ser un detalle baladí. Por desgracia, es la metáfora perfecta de países donde algunas de las empresas más rentables se llaman Repsol, Gas Natural, Endhesa, Telefónica, Iberia, Caja Madrid o Mapfre. Los tres principales grupos editoriales que operan en la región son españoles y el principal periódico del idioma es español. La Torre del Bicentenario, que estuvo a punto de erigirse en la Ciudad de México con apoyo de la compañía española Zara, hubiera aportado otra ironía al festejo. ¿Virtud de ellos o culpa nuestra?
No se le puede regatear méritos a una sociedad democrática como la española, que supo erradicar la pobreza, combatir la corrupción y unir su destino al europeo. Por desgracia, mientras España se convertía en un próspero país de clase media, México se dividía en 40 millones de pobres, una casta de empresarios impunes que operan con dinámica de monopolio y, en medio de ellos, una vacilante población que paga impuestos.
Doscientos años después de la Colonia es más barato comprar en España un paquete turístico a la Riviera Maya que hacerlo en México, y una llamada telefónica de Madrid al DF cuesta lo mismo que el IVA de una llamada en sentido inverso. ¿Qué ha pasado?
El retorno de la dependencia peninsular llega a reforzar la que ya tenemos de Estados Unidos. Las calles del México independiente son escenarios donde prosperan uno, dos, tres Starbucks. ¿Llegaremos a la utopía de Los Simpson en la que toda una cuadra sea ocupada por cafeterías Starbucks?
¿Basta mantener los límites de la geografía política y las 200 millas de derecho marítimo para impedir que se desnacionalice un país? El maíz, origen del hombre en las cosmogonías prehispánicas, es la planta nacional que ahora importamos de Estados Unidos, donde se utiliza para hacer etanol (quizá por eso Speedy González corre tanto) y donde viven los paisanos cuyas remesas mantienen a flote nuestra economía.
¿Qué tan independiente es un país donde el dinero circulante proviene en su mayoría de los migrantes, el narcotráfico y el subsuelo que, tarde o temprano, dejará de dar petróleo? No sólo la autosuficiencia económica, sino la soberanía misma parecen estar en entredicho. Por eso la polémica sobre el futuro del petróleo ha despertado tanto interés y tanto encono.
Estamos acostumbrados a definirnos de manera reactiva ante los extraños, no a partir de lo que somos sino de lo que ellos nos deben o de la forma en que nos molestan: hemos sido botín de los españoles, los gringos y los extraterrestres (a juzgar por nuestro récord de avistamientos de ovnis).
Provenimos del mestizaje, las ciudades más "típicas" de México tienen un casco colonial (Zacatecas, Oaxaca, Guanajuato, Morelia) y el nombre más común del país no es Ilhuicamina sino José Hernández. Sin embargo, en las escuelas la Independencia se sigue enseñando como un extraño regreso a las esencias: éramos mexicanos puros, dejamos de serlo en la conquista y volvimos a serlo cuando sonó la campana de Dolores.
La visión patriotera del origen ha tenido una función ideológica compensatoria para explicar el fracaso: la NASA no está en México porque Pedro de Alvarado degolló a los astrónomos vernáculos. En el discurso oficial, la conquista ha servido de pretexto para justificar un presente empantanado. En su libro Mis tiempos, el presidente López Portillo señala que sintió toda la fuerza de su poder cuando ordenó destruir una manzana de edificios coloniales en el DF para explorar las ruinas del templo mayor. La solución ecuménica hubiera sido hacer una arqueología subterránea, respetando ambas culturas, pero esto habría impedido la demoledora exhibición del Ejecutivo y su gesto de supremacía identitaria, es decir, su extraña modernidad prehispánica. Al establecer contacto con un esplendor pretérito, el nuevo emperador azteca buscaba, a un tiempo, encarnar la tradición y recordar que los agravios del pasado justifican la crisis del presente.
Aceptar las mezclas de las que estamos hechos pertenece a la misma operación política y cultural que enfrentar el colonialismo contemporáneo. En El laberinto de la soledad, Octavio Paz planteó el desafío de reconocer la identidad para vencer complejos. Al propio autor, ese enfoque le pareció esquemático y lo matizó en Posdata: "El mexicano no es una esencia sino una historia". Abierto al tiempo, se somete a nuevas realidades. En La jaula de la melancolía, Roger Bartra cerró el tema de la identidad vista como algo unívoco e inmanente. Somos mixtos y no siempre lo somos del mismo modo.
Sólo desde la seguridad de lo nuestro -la cambiante pluralidad que nos conforma- podemos distinguir lo ajeno. "Lo Cortés no quita lo Cuauhtémoc", dice el dicho que hace falta poner en práctica.
En su obra de teatro Dirección gritadero, el dramaturgo francés Guy Foissy propone la creación de un espacio donde la gente se desahoga con alaridos. No estaría mal que tuviéramos un lugar así para los días hábiles, un Gritadero cívico donde verter nuestras propias inconformidades. Nadie nos escucharía, por supuesto, pero al menos nos serviría de terapia. Por ahora disponemos de una fecha incontrovertible para unirnos en el desfogue y transfigurar las ganas de tantas cosas en jolgorio y hedonismo. El 15 de septiembre no ha perdido brío ni lo perderá. El entusiasmo en que se basa se alimenta de sí mismo y no requiere de más evidencia histórica para ocurrir que el calendario.
No hay modo de mermar nuestra íntima noción de pertenencia. Sin embargo, en la cruda del 16 de septiembre convendría revisar qué le pasó a un país donde la Independencia se celebra con banderas hechas en China, donde compramos mole en Wal-Mart y donde pagamos los tragos y las botanas de El Grito con una tarjeta BBVA.
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