Horizonte político
José A. Crespo
Autonomía institucional mermada
Me uno a la preocupación que varios analistas han externado en torno al futuro de las instituciones autónomas, aquellas que fueron creadas para no depender (o no enteramente) del gobierno en turno, al otorgarles un margen mayor de imparcialidad en sus resoluciones. Hablamos de organismos como el IFE, el Tribunal Electoral (TEPJF), la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, el Banco de México, el IFAI y otras de corte semejante. La alarma surge a propósito de que, pasado un tiempo de su creación, hemos visto a algunas de tales instituciones perder en alguna medida la autonomía que habían cobrado y demostrado. Y es que, si bien fueron declaradas autónomas respecto del gobierno federal, la configuración de sus órganos decisorios o de sus titulares se ha convertido en un botín de los partidos políticos. Éstos, al igual que el gobierno, tienen intereses que defender y promover desde los ámbitos de acción de las instituciones formalmente autónomas. Para decirlo de otra manera, aunque se anunció que esas instituciones nacían como “ciudadanizadas” (en manos de la ciudadanía), en realidad fueron partidizadas (sujetas a la injerencia y la dependencia de los partidos políticos).
Así, la conformación de órganos colegiados o el nombramiento de los titulares de esos organismos está sujeta a la negociación partidaria, lo que en principio podría verse como algo sano, pues el equilibrio y la supervisión mutuos entre los partidos podría dar como resultado precisamente el nombramiento de personas esencialmente imparciales, por no tener compromisos o fuertes vínculos con los partidos políticos. La probabilidad de que eso ocurra es mayor cuando sólo se nombra a un solo titular del organismo en cuestión, pues entonces es difícil repartir cuotas entre los distintos partidos (o al menos los más grandes) y habrá un interés común en designar a alguien que no favorezca a uno u otro. Pero aun tales casos pueden ser sujetos de negociación partidista: dos o más partidos podrían acordar el reparto de puestos en diversas instituciones: “tú validas a fulano (que me es favorable) en esta institución, y a cambio yo respaldo a zutano (que te es favorable) en aquella otra”. El resultado sería un titular que beneficie al partido A en algún organismo “autónomo” y al B en algún otro. Pero difícilmente con tal método “equitativo” se podrá llegar a la imparcialidad buscada. En el caso de órganos colegiados, la negociación por cuotas es más fácil y, en consecuencia, más probable. Y los elegidos por esa vía pueden tener incentivos para favorecer al partido que los promovió, sea como agradecimiento por dicha designación, como reflejo de su afinidad ideológica o como parte de una carrera política en ciernes o ya en marcha. Lo dice bien José Woldenberg: “Resulta impertinente que los partidos políticos a través de sus grupos en los congresos prefieran contar con enviados o representantes en los órganos autónomos. Pero resulta aún peor que los nombrados se piensen a sí mismos y actúen como si fueran los emisarios de sus designadores” (Reforma, 12/mar/09).
Eso se ha visto en varios de los consejos “ciudadanos” en diversas áreas. Pero el IFE ha sido uno de los ejemplos de partidización más claros, aunque no el único. El nombramiento de los consejeros a través de los partidos funcionó bastante bien en 1994 y 1996, pues, pese a ser aquéllos afines a uno u otro partido (unos más que otros, sin duda), el equilibrio consecuente impidió un sesgo marcado en el conjunto de medidas que se tomaron (salvo excepciones). El modelo empezó a hacer agua en 2003, cuando el PRD (y sus aliados) quedaron fuera del proceso de designación, con lo que el Instituto quedó privado del consenso que le había dado fortaleza y credibilidad. Más allá de qué partidos hayan sido responsables de ese episodio (en mi óptica, lo fueron todos por razones diversas), prevaleció la lógica de las cuotas y, por ende, el interés partidista por encima del interés ciudadano de obtener imparcialidad y certeza en los procesos electorales.
Seguramente no es casual que el reciente perdón a Televisa, ratificado hace pocos días, haya provenido de consejeros propuestos por el PAN, el PRI y el PVEM. Este último partido se ha convertido en el vocero oficial de las televisoras en el IFE, en tanto que el PAN y el PRI prefirieron no emitir opinión alguna. Su mutismo es elocuente sobre su decisión de no importunar a los consorcios mediáticos. Y los consejeros siguieron también la estrategia de sus respectivos promotores (con la salvedad de Virgilio Andrade). Así pues, los consejeros, con excepciones, son representantes de partido disfrazados de ciudadanos imparciales. De ahí la consistente pérdida de credibilidad del IFE, reportada por todas las encuestas, si bien cuentan en ello también las recientes torpezas cometidas por los consejeros. Tiene razón Soledad Loaeza cuando escribe: “El IFE es hoy, admitámoslo, una ruina, grandota y compleja, pero ruina al fin, como lo demuestra el fallido aumento de sueldo que se habían autoasignado los consejeros (que) puso al descubierto el agotamiento de la autoridad moral del instituto que había sido su única fuerza política” (La Jornada, 19/mar/09).
También fueron nombrados cuatro consejeros profesionales de Pemex, en lo que se calificó como “un reparto vulgar y faccioso” por el senador Ricardo Monreal (17/mar/09). Parece un arreglo entendido de los partidos que ese tipo de puestos deban ser reservados a sus respectivos militantes o a personas cercanas e ideológicamente afines. La independencia de las instituciones “autónomas” se ha venido desvirtuando. No pasó mucho tiempo antes de que los partidos vieran la conveniencia de convertirlos en botín político, por encima del interés ciudadano.
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