Porfirio Muñoz Ledo
Los jóvenes inquieren sobre los orígenes de la aterradora impunidad de la clase política. Difícil explicarlo de modo sucinto. La respuesta última quizá sea el bajísimo nivel de ciudadanía que ha permitido la reproducción de los vicios del pasado sin control alguno de la sociedad.
La precaria mejoría de los procesos electorales no condujo a la renovación de las costumbres, los valores y las instituciones del antiguo régimen. Predominó el síndrome de la piñata: que el recipiente estallara para que los actores aplicaran su codicia sobre las golosinas. El reparto de los despojos públicos para beneficio de los poderes privados.
El abandono de la reforma del Estado y, peor aún, la utilización demagógica y ratonera del proyecto, resumen el fracaso de nuestra transición. Así lo manifestó la Asociación dedicada a impulsar la revisión integral de la Constitución en la audiencia que sostuvo con el Presidente del Congreso este día quince para exigir rendición de cuentas.
En un análisis estricto referimos los antecedentes de la Ley para la Reforma del Estado, cuya vigencia concluyó hace un año con frutos deplorables. Fue en la crisis de enero de 1994 cuando el Gobierno propuso una revisión cabal del andamiaje institucional del país: la “Moncloa mexicana” la llamaron, que por las premuras del proceso comicial se contrajo a una reforma electoral sustantiva.
Esos cambios determinaron la validez de las siguientes elecciones, reconocida por todos. En mayo de 1995 los diálogos recomenzaron con una agenda de cuatro apartados: las relaciones entre poderes, la descentralización política, la democracia participativa y la comunicación social, así como la “reforma electoral definitiva”, única asignatura cumplida.
Gracias a ella los candidatos de oposición alcanzamos mayoría en la Cámara y el partido del gobierno dejó de ser hegemónico. Su fruto más acabado fue la primera alternancia pacífica en el Poder Ejecutivo a lo largo de toda nuestra historia, con independencia de lo funesto que fuera su desempeño.
Quedó la tendencia de modificar las reglas de juego para el acceso al poder y su distribución, en detrimento de la forma de su ejercicio y el fortalecimiento de los derechos ciudadanos. A contraluz, se hizo evidente la necesidad de revisar en serio las estructuras y relaciones políticas para acceder a una genuina democratización. De ahí el solemne lanzamiento, en 2000, de la Comisión de Estudios para la Reforma del Estado.
El abandono culpable de ese proyecto -que comprometió a la inteligencia y a la opinión- es síntoma inequívoco de la pequeñez gobernante y causa eficiente de la catástrofe política. Por ello concedimos nuestro “apoyo crítico” a la iniciativa de destrabar el proceso mediante un mecanismo de excepción: la CENCA, establecida en abril del año pasado.
Atraía la mecánica participativa que permitiría conjuntar los aportes de los especialistas, las organizaciones civiles y los legisladores. Sobre todo, la igualdad entre los grupos parlamentarios y el carácter abierto de las deliberaciones. Los partidos presentaron formalmente 532 proyectos y de los foros ciudadanos surgieron 5,656 propuestas.
Instituciones académicas ponderaron los contenidos y éstos se socializaron entre numerosos expertos, parlamentarios y asesores, mediante una considerable inversión de tiempo y recursos. Los liderazgos dominantes decidieron sin embargo actuar al margen de las normas adoptadas y tanto la reforma electoral como la de seguridad y justicia procedieron de fuentes distintas -en origen y sustancia- de las propuestas procesadas.
Las cuestiones capitales relativas al Régimen de Estado y de gobierno fueron ignoradas, incluyendo la democracia directa y la reforma constitucional sobre medios. Los intensos trabajos sobre derechos humanos –96 iniciativas consensuadas- y un proyecto coherente de 15 puntos para la reforma federal y municipal hasta hoy no han merecido trámite legislativo.
Ninguno de los acuerdos tomados por los grupos de trabajo y sometidos a la CENCA se ha convertido en ley -aunque algunos circulen como carnada para otras transacciones. Por añadidura, las reformas regresivas adoptadas en ese tiempo son contrarias a las propuestas presentadas.
Podría hablarse de un fraude a la ley. El Congreso debiera valorar el cumplimiento de las disposiciones que él mismo dictó y proceder en consecuencia. Se considera un período extraordinario de sesiones para ese efecto. También en la exigencia de responsabilidades a los partidos ante las autoridades electorales. Sería absurdo que volviesen a circular de nuevo las monedas falsas de sus promesas traicionadas.
Habría que imaginar un método innovador para semejante tarea. Tal vez la convocatoria a la Asamblea Constituyente del Bicentenario.
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