Alfredo Iglesias Diéguez
Carlos Javier Palomino somos todos
El pasado domingo 11 de noviembre moría brutalmente asesinado, en el vagón del metro en que viajaba, el joven de 16 años Carlos Javier Palomino, vecino de Alto del Arenal (Vallecas); a pesar de que el joven acudía a una manifestación convocada en oposición a un acto racista convocado por Democracia Nacional en Usera, un barrio de Madrid habitado por numerosos inmigrantes, y el agresor, Josué Estébanez de la Hija, un soldado profesional de 24 años que acudía a la manifestación que organizaba el antedicho partido ultraderechista, fueron muchos quienes se apresuraron a presentar el asesinato como una “pelea entre bandas juveniles”. No obstante, la realidad es otra bien diferente.
Efectivamente, al margen de que las “peleas entre bandas juveniles” no son justificables, el suceso ocurrido el pasado domingo en la estación de Legazpi (Madrid), no es un hecho aislado; bien al contrario, como señala el Informe Raxen “Xenofobia ultra en España (2007) del Movimiento contra la Intolerancia, que se puede consultar en la página web http://www.movimientocontralaintolerancia.com/html/raxen/raxen.asp, la violencia fascista o neonazi en España alcanza un total de 4.000 agresiones anuales, que provocaron numerosos muertos y miles de heridos en los ayuntamientos, sobre todo, de Madrid y del Levante peninsular.
Frente a esta evidencia, no podemos limitarnos a condenar este asesinato como consecuencia de la “violencia extremista”: el asesinato de Carlos Javier Palomino forma parte de la violencia ultraderechista que actúa de forma impune, incluso amparada en la legalidad —muchos de los grupos que acogen en su seno a algunos de los individuos que están detrás de los crímenes cometidos en nombre de una nación libre de inmigrantes o de la superioridad racial, están legalizados a pesar de difundir mensajes claramente racistas, xenófobos y fomentar el odio y la violencia—, de la mano de grupos organizados de extrema derecha que emplean la violencia en barrios obreros y en otros lugares de afluencia de los trabajadores, como son el transporte público de pasajeros (sobre todo el metro), para atemorizar y acobardar al eslabón más débil de la sociedad: las trabajadoras y los trabajadores de los barrios periféricos de las grandes ciudades.
En este sentido, el asesinato de Carlos es la expresión más brutal de la lucha de clases. Pero, ¿por qué ahora?, ¿a quién beneficia? En realidad, a los de siempre: al gran capital. Efectivamente, en un momento de crisis como el actual, que afecta a millares de trabajadoras precarizadas y trabajadores precarizados, el racismo funciona como un discurso integrador que ofrece al conjunto de los hijos de la Patria una identidad nacional —el nosotros unitario e interclasista—, con el que identificarse frente a los inmigrantes “que nos vienen a robar” o “a quitar nuestros puestos de trabajo”, logrando de esa manera desviar la lucha social contra los de arriba hacia la violencia xenófoba contra los inmigrantes y sus aliados de clase, logrando a un tiempo dos efectos beneficiosos para el gran capital: crear las condiciones propicias para la derechización del discurso político alrededor del consabido discurso de “paz y orden” y atemorizar a los elementos más débiles de la sociedad y a las gentes de izquierdas, disuadiéndolos de que se movilicen.
La clase trabajadora, ante estas agresiones, debe alzarse en defensa de la democracia radicalizada, en defensa de los derechos de igualdad y libertad, porque como en su día afirmara el comunista italiano Palmiro Togliatti, ese es el único modo de evitar la instauración de una dictadura fascista.
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