Gustavo Esteva
Hay en Oaxaca miedo, frustración, parálisis. Mucha gente se encuentra intimidada y padece una sensación de impotencia. Se resigna con dificultad, resentida y llena de rabia.
Hay rabia histórica, acumulada por siglos, que salió a flor de piel en el curso de los años recientes y se acrecienta todos los días, nutrida por la arbitrariedad impune, soberbia y brutal que persiste. Hay rabia ideológica en todos los puntos del espectro, exacerbada por la propaganda gubernamental. Hay rabia recién nacida, cuando se agotan racionalizaciones, ecuanimidades y paciencias, ante agravios bárbaros que rompen los diques de contención. ¿Cómo reaccionar ante hechos como los del jueves pasado, cuando el intento de tender un tradicional tapete de arena para celebrar ritualmente la Victoria de Todos los Santos llevó de nuevo a docenas de detenciones arbitrarias, golpizas al azar y dos personas en el hospital?
Cada vez que gente como Ciro Gómez Leyva presenta a Ulises Ruiz como modelo que deberían seguir todos los funcionarios (“él sí sabe cómo manejar el movimiento social”), se producen estallidos espontáneos de rabia en un auditorio que apenas da crédito a expresiones de esa índole, continuamente enriquecidas por las de los Gamboa, los Beltrones, los Ramírez Acuña, los Calderón…
En muchos barrios y pueblos toman forma reacciones como las de un joven barricadero, quien dijo con firmeza: “La próxima vez no será con resorteras”. No son actitudes programáticas de quienes incluyen en sus estrategias de lucha la violencia organizada, aunque ésas también existen. Son formas furiosas de expresar el espíritu rebelde.
Existe la esperanza de que la rabia predominante sea creativa. Sería el motor que explica la sorprendente efervescencia social y política de Oaxaca. Pero esta forma de la rabia no logra hacerse cauce de los empeños de transformación porque también prevalecen el desconcierto y la confusión. Muchos confunden movimiento con movilización y piensan que sólo las marchas y la presencia en los medios dan prueba de vitalidad política. Como unas y otra han decaído se da por sentado que el movimiento habría muerto.
Un líder carismático, un partido o un gobierno pueden movilizar a millones de personas. Organizan marchas o concentraciones multitudinarias para exhibir poder político e impulsar doctrinas y propuestas. Desde los poderes constituidos tales movilizaciones expresan generalmente alientos antidemocráticos, por ejemplo en regímenes fascistas o populistas. Desde la oposición política son instrumentos de presión o de chantaje, cuando se dirigen hacia arriba, o pruebas de fuerza y ejercicios de proselitismo y endoctrinamiento cuando se dirigen hacia abajo.
Un movimiento es otra cosa. Se expresa en actitudes y acciones concretas de hombres y mujeres ordinarios que comparten los motivos del movimiento, asociados con los derechos civiles, la situación de las mujeres, la protección del ambiente, el desmantelamiento de un régimen o cualquier otra cosa. La iniciativa y dinamismo de esos hombres y mujeres, no de los líderes, constituyen el movimiento, cuyas miradas están a ras de tierra, no en las alturas. Ocasionalmente mira hacia arriba y usa movilizaciones, como marchas y plantones, pero jamás se reduce a ellas.
Las autoridades federales y estatales pregonan constantemente que la paz y la tranquilidad reinan en Oaxaca, y ofrecen como prueba el número y magnitud de las marchas de este año. Sólo un turista despistado o quienes afuera de Oaxaca confían todavía en los medios de comunicación masiva para enterarse de lo que pasa pueden comulgar con esa rueda de molino. Pero el hecho afecta la percepción común: demostraría que el movimiento habría sido sofocado. La rabia sorda surge de esa sensación de derrota, característica de quienes vieron lo que ocurrió como una mera revuelta que habría fracasado contra los excesos de un tirano.
Esa percepción opera como venda: impide ver la vitalidad del movimiento, cuyos síntomas no se revelan fácilmente. ¿Cómo apreciarla en este peculiar movimiento de movimientos? En muchos casos se trata de cambios sutiles, que se dieron poco a poco. No se dispone de un recuento eficaz de la miríada de iniciativas que revelan el nuevo ímpetu. Se atribuye a otras causas, no a la nueva conciencia alerta, el rechazo masivo de las urnas recientes. Y resultan invisibles muchas actitudes cotidianas que se ocupan de la transformación profunda del estado.
Esa percepción, envuelta en rabia e impotencia, impide ver que Ulises Ruiz ha dejado de gobernar Oaxaca. La administración corrupta e irracional del presupuesto, entre otras cosas para financiar costosas campañas de propaganda, no logra adquirir para él el requisito indispensable del poder político: la confianza popular. Sigue dañando el ambiente y el tejido social de Oaxaca. Sigue cometiendo agravios bárbaros contra sus pueblos. Pero no puede gobernarlos.
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