René Drucker Colín
Todos los días vemos en la televisión una serie de anuncios sobre una gran variedad de productos, que en la mayoría de los casos no sirven para lo que dicen que sirven. Muchos de estos anuncios se repiten a veces por decenas de minutos en horarios televisivos muy estratégicos. Ahí podemos ver desde las ridículas cremas reductoras, los instrumentos de diversa índole que producen unos cuerpos maravillosos en unos cuantos días, que en la realidad no sirven para nada, o más bien, sirven para enriquecer a consorcios económicos de dudosa respetabilidad, hasta alimentos que tienen, eso sí, la calidad de ser chatarra.
La chatarra, según el Diccionario de la lengua española de la Real Academia Española, es un término utilizado para definir algo de muy baja calidad. Es por ello que a los alimentos que contienen conservadores, colorantes, saborizantes artificiales, altos niveles de azúcar, grasas saturadas y colesterol se les conoce como comida chatarra. Ejemplos abundan desde que llegaron a México los McDonald’s y similares. Una “dieta chatarra”, rica en sales y azúcares, aunada a la falta de actividad física, trae consigo serias implicaciones para nuestra salud y la de nuestros hijos.
Más de 70 por ciento de los mexicanos en edad adulta padecen sobrepeso u obesidad y 10 millones de niños y adolescentes presentan ya este problema.
La situación sin duda tiene su origen en malos hábitos alimenticios, pero también en una engañosa publicidad y un asfixiante sistema de comercialización.
Según la asociación llamada El Poder del Consumidor, un niño que ve la televisión dos horas diarias habrá estado expuesto en un año a 12 mil 775 anuncios de productos chatarra y ni uno solo de información nutricional.
Investigadores del Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición Salvador Zubirán llevaron a cabo un estudio que arrojó datos importantes sobre costumbres alimenticias de nuevas generaciones de mexicanos. De un total de 4 millones y medio de niños de primero a sexto año de primaria, 28 por ciento llevaba de su casa algo para comer a la hora del recreo, 70 por ciento llevaba consigo dinero para comprar en la cooperativa y sólo 2 por ciento dependía de los desayunos escolares. De los niños que llevaban dinero, la gran mayoría compraba dulces, golosinas, frituras y refrescos.
A pesar de las “buenas intenciones” de algunos legisladores para modificar la publicidad sobre los productos nocivos, han podido más los millonarios intereses de poderosas empresas de pastelillos y frituras que han “comprado” conciencias para que esto no prospere.
Ante este incesante consumismo, la ciencia mundial ha llegado a conclusiones reveladoras: los adictos a la comida chatarra sufren el mismo tipo de enfermedad que las personas aquejadas por el alcoholismo o las drogas; de hecho, ahora se sabe que los cerebros de pacientes hambrientos operan de manera muy similar a los que sienten ansiedad por consumir alguna droga lícita o ilícita. Pero el mayor dilema es la inmensa problemática surgida en años recientes: la obesidad en nuestra población. México se ha colocado como el segundo país con mayor población de obesos después de Estados Unidos. No sería extraño que las empresas que venden comida chatarra sean las mismas que venden productos inservibles para reducir peso.
Hace falta mucho para que los hallazgos de la ciencia sobre la obesidad producida por comida chatarra sea tomada realmente en cuenta por una sociedad inmersa en anuncios engañosos, y hace falta mucha educación para que la gente no se deje desorientar por los atractivos anuncios que venden artículos que no tienen la más mínima utilidad para resolver lo que dicen que resuelven.
Ojalá y en verdad los legisladores tomen en serio el problema de los anuncios mentirosos que inundan los medios de comunicación y pongan un alto a este vandalismo de publicidad que aqueja a la sociedad mexicana.
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