¿Por qué echan a Carmen Aristegui?
Miguel Ángel Granados Chapa
Nadie puede objetar el derecho de una empresa de radiodifusión a confeccionar su programación conforme a sus intereses que, sin embargo, deberían tener presentes los de sus usuarios, pues en último término el negocio de un concesionario consiste en conseguir el mayor público para vender la mayor cantidad posible de anuncios a la mejor tarifa. Porque no procedió conforme a esa lógica, sino ateniéndose a otros criterios ajenos a la operación comercial, es necesario buscar la causa verdadera del virtual despido de Carmen Aristegui, pues a eso equivale la decisión de W Radio de no renovar el contrato de una periodista que la prestigiaba y le daba a ganar dinero.
En la página del propio consorcio que prescindió de sus servicios constaban, todavía la mañana del viernes 4 de enero, las razones para contarla entre su personal: Carmen Aristegui, a decir de sus empleadores, es “una de las periodistas más reconocidas y respetadas de México, quien presenta de manera ágil y precisa el acontecer nacional e internacional”. Esa opinión coincidía con la que suscitaba casi universalmente el desempeño profesional de Carmen Aristegui. José Antonio Fernández, un periodista especializado en medios de comunicación, la sintetizaba señalando que ella es “la conductora de noticias de mayor prestigio en la radio y la televisión mexicana. Su estilo serio, analítico, de muy buen trato y valiente, se impuso (…) Sus niveles de credibilidad son muy altos. Es muy respetada en los círculos intelectuales y políticos”.
Apenas un mes atrás, el programa conducido por Carmen había obtenido una vez más el premio del Club de Periodistas, que se agregaba a los muchos otros reconocimientos que se le han prodigado, entre los cuales sobresale el haber ganado en dos ocasiones el Premio Nacional de Periodismo, una vez cuando el certamen respectivo era organizado por el gobierno federal y otra vez cuando ese galardón se ciudadanizó, al ser otorgado por un jurado profesional escogido por un consejo en el que participan universidades públicas y agrupaciones de concesionarios, editores y académicos dedicados a la comunicación. En España la periodista mexicana había recibido el premio Ondas Iberoamericanas de la cadena Ser.
Pero Carmen Aristegui, si bien significaba uno de sus activos más importantes, era también pluma de vomitar para la división de radio de Televisa y en general para esa empresa, que es remilgosa en cuanto concierne a la autonomía de sus comunicadores. Quizá ya no se les trata a puntapiés, o por mejor decir a patadas, como lo hacía Emilio Azcárraga Milmo –o con simple autoritarismo, como en el tiempo de Emilio Azcárraga Vidaurreta–, pero no son admitidas las expresiones sistemáticas de independencia profesional. Esa política de personal, uno de los pilares del funcionamiento del monopolio, se radicalizó en los últimos dos años, cuando durante el proceso electoral, y sobre todo en su secuela, fue creciendo la crispación social y se demandó de los conductores de radio y televisión una conducta militante a favor de los propios concesionarios y en contra de quienes presuntamente podrían dañarlos, como Andrés Manuel López Obrador.
Carmen Aristegui acrecentó su conciencia y márgenes de acción profesional, haciéndolos más anchos de los que esa política y esa radicalización podían admitir. Por eso paulatinamente el beneficio corporativo que la empresa recibió con la presencia de la periodista se trocó en molestia y aun irritación crecientes para Televisa, que comenzó a hostigarla en un territorio en que no tenía que contar con el asentimiento de su contraparte española, el Grupo Prisa de la familia Polanco: unilateralmente suspendió la emisión de Hoy por hoy a través del canal 629 de Sky, pretextando un problema técnico que, de haber existido, hubiera sido resuelto en minutos, pero que perduró hasta el último minuto de la presencia de Carmen porque surgió de un impedimento político.
Durante meses, los intereses comerciales de Prisa neutralizaron los políticos de Televisa, y de esa oposición derivó una suerte de escudo protector para la mejor periodista en ejercicio en nuestro país. Pero cuando aquellos intereses del grupo español se convirtieron también en intereses políticos –en virtud de los cuales Juan Ignacio Zavala, cuñado del presidente Calderón, fue contratado por el consorcio de los Polanco–, Carmen Aristegui quedó a la intemperie y nada pudo impedir que, contrariando la lógica comercial del mayor beneficio en el menor tiempo, se resolviera no renovar su contrato, máscara de un despido que a nadie engaña, entre otras razones porque allí donde sí funciona la relación profesional entre el difusor y la periodista, su programa cotidiano de entrevistas en CNN, la relación contractual ha venido mejorando. Es que el consorcio de Ted Turner tiene claro cuán provechosa le resulta la aparición de la periodista en su pantalla.
Quizá la decisión de echarla de Televisa se engendró en junio de 2006, cuando en las vísperas de la jornada electoral Carmen Aristegui probó que la relación entre Hildebrando, una empresa informática propiedad de otro cuñado de Calderón, y el Instituto Federal Electoral hacía posible que en la página web del entonces candidato presidencial del PAN estuviera disponible información a la que sólo puede accederse a través del padrón electoral y que podía ser manipulada con fines aviesos. A partir de entonces se reputó a la periodista como contraria a las posiciones panistas en general y de Calderón en particular. Al paso de los meses, sobre todo después del 2 de julio, esa gratuita clasificación evolucionó hasta considerar a Carmen como una traidora que no hace honor a la amistad que en algún momento la vinculó con la familia que ahora radica en Los Pinos.
No sólo eso: también contó la constancia y la penetración con que la periodista se ocupó del caso de la señora Ernestina Ascencio, en que Calderón intervino de modo aberrante si bien eficaz (se consiguió impedir la indagación sobre la presencia militar en el ataque mortal a aquella mujer anciana en la sierra de Zongolica). Y si a eso se añade la persistencia de Carmen en ofrecer información sobre acusaciones al cardenal Norberto Rivera por su eventual protección a un cura pederasta; y si se agrega que la conversación entre el gobernador de Puebla Mario Marín y su amigo Kamel Nacif sobre la trama para vulnerar los derechos de Lydia Cacho por su denuncia de poderosas mafias dedicadas la pornografía infantil, fue conocida a través de su programa… se comprende la dimensión de los intereses a los que Televisa sabía conveniente servir defenestrando a Carmen.
A todo ello se unió el agravio que, según Televisa, le infirió la periodista al informar sobre el verdadero carácter de la reforma a las leyes de Telecomunicaciones y de Radio y Televisión, y su festejo ante la decisión de la Suprema Corte de declarar inconstitucionales sus principales artículos. Y por si algo faltara, la colmó su posición ante la reforma constitucional en materia electoral: no sólo se opuso a considerar que hay en ella ataque a la libertad de expresión, sino que, ejerciendo su propia autonomía, se abstuvo de figurar en el enfrentamiento de los concesionarios y sus comunicadores con el Senado de la República en septiembre pasado.
Su acusado sentido de la propia dignidad y su profesionalismo, acendrado desde entonces, permitió a Carmen Aristegui superar la crisis de noviembre de 2003. Entonces se produjo la ruptura del Grupo Imagen en que participaba y fue impedida de cumplir sus obligaciones profesionales por Pedro Ferriz, cuya vulgaridad tradujo a empellones físicos el choque de concepciones éticas que lo distanciaron de Carmen y de Javier Solórzano. Es seguro que las acrecidas virtudes personales y profesionales de la periodista le deparen el espacio que la sociedad reclama y que concesionarios duchos en identificar oportunidades para sus negocios pueden ofrecerle.
En la página del propio consorcio que prescindió de sus servicios constaban, todavía la mañana del viernes 4 de enero, las razones para contarla entre su personal: Carmen Aristegui, a decir de sus empleadores, es “una de las periodistas más reconocidas y respetadas de México, quien presenta de manera ágil y precisa el acontecer nacional e internacional”. Esa opinión coincidía con la que suscitaba casi universalmente el desempeño profesional de Carmen Aristegui. José Antonio Fernández, un periodista especializado en medios de comunicación, la sintetizaba señalando que ella es “la conductora de noticias de mayor prestigio en la radio y la televisión mexicana. Su estilo serio, analítico, de muy buen trato y valiente, se impuso (…) Sus niveles de credibilidad son muy altos. Es muy respetada en los círculos intelectuales y políticos”.
Apenas un mes atrás, el programa conducido por Carmen había obtenido una vez más el premio del Club de Periodistas, que se agregaba a los muchos otros reconocimientos que se le han prodigado, entre los cuales sobresale el haber ganado en dos ocasiones el Premio Nacional de Periodismo, una vez cuando el certamen respectivo era organizado por el gobierno federal y otra vez cuando ese galardón se ciudadanizó, al ser otorgado por un jurado profesional escogido por un consejo en el que participan universidades públicas y agrupaciones de concesionarios, editores y académicos dedicados a la comunicación. En España la periodista mexicana había recibido el premio Ondas Iberoamericanas de la cadena Ser.
Pero Carmen Aristegui, si bien significaba uno de sus activos más importantes, era también pluma de vomitar para la división de radio de Televisa y en general para esa empresa, que es remilgosa en cuanto concierne a la autonomía de sus comunicadores. Quizá ya no se les trata a puntapiés, o por mejor decir a patadas, como lo hacía Emilio Azcárraga Milmo –o con simple autoritarismo, como en el tiempo de Emilio Azcárraga Vidaurreta–, pero no son admitidas las expresiones sistemáticas de independencia profesional. Esa política de personal, uno de los pilares del funcionamiento del monopolio, se radicalizó en los últimos dos años, cuando durante el proceso electoral, y sobre todo en su secuela, fue creciendo la crispación social y se demandó de los conductores de radio y televisión una conducta militante a favor de los propios concesionarios y en contra de quienes presuntamente podrían dañarlos, como Andrés Manuel López Obrador.
Carmen Aristegui acrecentó su conciencia y márgenes de acción profesional, haciéndolos más anchos de los que esa política y esa radicalización podían admitir. Por eso paulatinamente el beneficio corporativo que la empresa recibió con la presencia de la periodista se trocó en molestia y aun irritación crecientes para Televisa, que comenzó a hostigarla en un territorio en que no tenía que contar con el asentimiento de su contraparte española, el Grupo Prisa de la familia Polanco: unilateralmente suspendió la emisión de Hoy por hoy a través del canal 629 de Sky, pretextando un problema técnico que, de haber existido, hubiera sido resuelto en minutos, pero que perduró hasta el último minuto de la presencia de Carmen porque surgió de un impedimento político.
Durante meses, los intereses comerciales de Prisa neutralizaron los políticos de Televisa, y de esa oposición derivó una suerte de escudo protector para la mejor periodista en ejercicio en nuestro país. Pero cuando aquellos intereses del grupo español se convirtieron también en intereses políticos –en virtud de los cuales Juan Ignacio Zavala, cuñado del presidente Calderón, fue contratado por el consorcio de los Polanco–, Carmen Aristegui quedó a la intemperie y nada pudo impedir que, contrariando la lógica comercial del mayor beneficio en el menor tiempo, se resolviera no renovar su contrato, máscara de un despido que a nadie engaña, entre otras razones porque allí donde sí funciona la relación profesional entre el difusor y la periodista, su programa cotidiano de entrevistas en CNN, la relación contractual ha venido mejorando. Es que el consorcio de Ted Turner tiene claro cuán provechosa le resulta la aparición de la periodista en su pantalla.
Quizá la decisión de echarla de Televisa se engendró en junio de 2006, cuando en las vísperas de la jornada electoral Carmen Aristegui probó que la relación entre Hildebrando, una empresa informática propiedad de otro cuñado de Calderón, y el Instituto Federal Electoral hacía posible que en la página web del entonces candidato presidencial del PAN estuviera disponible información a la que sólo puede accederse a través del padrón electoral y que podía ser manipulada con fines aviesos. A partir de entonces se reputó a la periodista como contraria a las posiciones panistas en general y de Calderón en particular. Al paso de los meses, sobre todo después del 2 de julio, esa gratuita clasificación evolucionó hasta considerar a Carmen como una traidora que no hace honor a la amistad que en algún momento la vinculó con la familia que ahora radica en Los Pinos.
No sólo eso: también contó la constancia y la penetración con que la periodista se ocupó del caso de la señora Ernestina Ascencio, en que Calderón intervino de modo aberrante si bien eficaz (se consiguió impedir la indagación sobre la presencia militar en el ataque mortal a aquella mujer anciana en la sierra de Zongolica). Y si a eso se añade la persistencia de Carmen en ofrecer información sobre acusaciones al cardenal Norberto Rivera por su eventual protección a un cura pederasta; y si se agrega que la conversación entre el gobernador de Puebla Mario Marín y su amigo Kamel Nacif sobre la trama para vulnerar los derechos de Lydia Cacho por su denuncia de poderosas mafias dedicadas la pornografía infantil, fue conocida a través de su programa… se comprende la dimensión de los intereses a los que Televisa sabía conveniente servir defenestrando a Carmen.
A todo ello se unió el agravio que, según Televisa, le infirió la periodista al informar sobre el verdadero carácter de la reforma a las leyes de Telecomunicaciones y de Radio y Televisión, y su festejo ante la decisión de la Suprema Corte de declarar inconstitucionales sus principales artículos. Y por si algo faltara, la colmó su posición ante la reforma constitucional en materia electoral: no sólo se opuso a considerar que hay en ella ataque a la libertad de expresión, sino que, ejerciendo su propia autonomía, se abstuvo de figurar en el enfrentamiento de los concesionarios y sus comunicadores con el Senado de la República en septiembre pasado.
Su acusado sentido de la propia dignidad y su profesionalismo, acendrado desde entonces, permitió a Carmen Aristegui superar la crisis de noviembre de 2003. Entonces se produjo la ruptura del Grupo Imagen en que participaba y fue impedida de cumplir sus obligaciones profesionales por Pedro Ferriz, cuya vulgaridad tradujo a empellones físicos el choque de concepciones éticas que lo distanciaron de Carmen y de Javier Solórzano. Es seguro que las acrecidas virtudes personales y profesionales de la periodista le deparen el espacio que la sociedad reclama y que concesionarios duchos en identificar oportunidades para sus negocios pueden ofrecerle.
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