Carlos Fazio
Uno. El asesinato selectivo de Raúl Reyes, principal negociador de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), fue una acción planificada al detalle por los gobiernos de George W. Bush y Álvaro Uribe, en el contexto de una vasta operación de guerra sicológica inscrita en el Plan Colombia y desarrollada en dos tiempos y varios escenarios.
No fue una “persecución en caliente” ni una acción militar de legítima defensa. Las ejecuciones de Reyes y sus compañeros, incluidos cuatro estudiantes mexicanos, no se produjeron en combate. Cuando la aviación del eje Washington-Bogotá bombardeó el campamento, Reyes y sus acompañentes dormían. Se trató de un golpe quirúrgico, de un asesinato selectivo como los que suelen realizar la Agencia Central de Inteligencia (CIA) de Estados Unidos y el Mossad israelí al margen del derecho internacional. Varios malheridos recibieron tiros de gracia. Fue, pues, una masacre, un acto genocida.
Más allá del necrofílico show mediático con fines diversionistas montado por Uribe y el Pentágono, Colombia violó el espacio aéreo y el territorio de Ecuador de manera deliberada. A través del cipayo Uribe, la administración de Bush ha decidido dar visibilidad a su doctrina de guerra preventiva en el hemisferio. Washington ha convertido a Colombia en su portaviones terrestre en el corazón de América del Sur, en su nuevo enclave político-militar en la subregión. Junto con Israel y Egipto, Colombia es el país que recibe más ayuda militar estadunidense.
En los últimos siete años, a un costo de más de 6 mil millones de dólares, Washington ha venido militarizando Colombia, brindado entrenamiento especializado a sus fuerzas armadas (200 mil hombres) y policiales (30 mil), y dotándola de un sofisticado equipo bélico (armamento, helicópteros Black Hawk, una red de siete radares), lo que ha sido complementado con la presencia in situ de mil 500 asesores y fuerzas de elite de la CIA y el Pentágono; docenas de comandos e instructores israelíes, y la subcontratación de corporaciones privadas de seguridad, como DynCorp y TRW, que, entre otras labores, se encargan de producir información de inteligencia. Lo que ha llevado a una mercenarización o tercerización del conflicto interno colombiano. A lo que se suma el uso del paramilitarismo, bajo control del Ejército gubernamental.
Dos. En forma paralela y, como parte de la misma estrategia, el eje Washington-Bogotá montó un verdadero circo mediático, recurriendo a los clásicos trucos sucios de las acciones encubiertas y la propaganda de guerra, para presentar al país agresor como víctima e intentar involucrar a diferentes actores regionales con las FARC.
Escudados en la “seguridad nacional”, durante los conflictos bélicos los gobiernos mienten, tergiversan los datos y calumnian al enemigo, queriendo hacer pasar por información objetiva lo que en realidad es propaganda y/o acciones de guerra sicológica. Para construir la “verdad oficial” se utilizan genéricamente tres tipos de propaganda: blanca, gris o negra.
La propaganda negra es aquella que aduce otra fuente y no la verdadera. Afirma algo que no es posible corroborar con certeza y de esa manera la “información” (propaganda) queda plantada como si fuera una “noticia”. Para encubrir su origen y sus intenciones se la rodea de ambigüedades, secretos y misterios. Verbigracia, la laptop de Reyes.
La guerra sicológica utiliza una caracterización simplista y maniquea (negro/blanco, terrorismo/democracia) para estereotipar al enemigo y aislarlo, recurso efectivo en una “opinión pública” que ha sido religiosamente adoctrinada sobre el bien y el mal desde la cuna. Al utilizar el mito de la guerra, el propagandista busca satanizar al adversario, arrancarle todo viso de humanidad y cosificarlo, de tal modo que eliminarlo no equivalga a cometer un asesinato.
Tres. En la segunda fase de la agresión militar extraterritorial quedó exhibido, una vez más, el papel colaboracionista de los grandes medios electrónicos e impresos de la región, con las operaciones subversivas de Estados Unidos. En la coyuntura, destaca el papel jugado por los diarios afiliados a la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), primer eslabón creado y financiado por la CIA a finales de la Segunda Guerra Mundial para homogeneizar a la opinión pública de las Américas.
De origen panamericanista y permeada por el espíritu de Coolidge –el presidente de Estados Unidos que en los años 20 del siglo pasado envió los marines a Nicaragua para aplastar a Sandino y a Sacco y Vanzetti a la silla eléctrica–, durante la guerra fría la SIP fue utilizada por Washington para convertir a la “prensa libre” en ecos metálicos de la voz del norte; en mera repetidora de información tergiversada o inventada por la CIA y distribuida por la Agencia de Información al Público de Estados Unidos (USIA). Washington proporcionaba los argumentos y los medios, y los grandes diarios, como ocurre hoy, prestaban sus nombres.
En nuestros días ha sido vergonzoso el papel colaboracionista de varios diarios y comentaristas mexicanos que han seguido al pie de la letra el guión del eje Washington-Bogotá. Con el linchamiento mediático y la criminalización de Lucía Morett y sus compañeros asesinados –bajo el silencio cómplice de Felipe Calderón, socio político e ideológico de Bush y Uribe–, y mediante la fabricación de los presuntos nexos estudiantes de la UNAM-FARC-Círculos Bolivarianos-EPR-narcoguerrilla, la prensa clasista abona el aterrizaje del Plan México, funcional a Estados Unidos para consolidar un bloque militarizado de Canadá hasta Colombia. Con un agregado: la militarización del país y la privatización de Pemex son las dos caras de una misma moneda. Las armas para la represión permitirán al clan Bush y sus compinches apropiarse del “tesoro escondido” en las aguas del Golfo y en todo México.
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