León Bendesky
El gobierno federal ha optado, de una manera que parece premeditada, por generar un escenario confuso con sus amagos de una reforma energética en cuyo centro está la situación de Pemex. Opta por este método para hacer política y para impulsar una transformación en la petrolera estatal que es a todas luces indispensable. Así ha decidido encarar un caso que puede ser crucial para definir el sentido de esta administración.
Se podría suponer que al embarcarse en promover tal reforma el gobierno de Felipe Calderón contaba con una propuesta desarrollada y bien sustentada técnica, financiera y políticamente para presentar al Congreso y a la ciudadanía. Pero en verdad no hay tal propuesta. Lo que tiene la Presidencia es una idea preconcebida de qué quiere hacer en materia petrolera y en el modo de gestión en Pemex. Los argumentos que ofrece, por cierto muy limitados, se repiten como en una representación bien ensayada. Nadie se sale del guión.
No hay en realidad espacio para el debate como a veces sugieren el presidente, sus funcionarios y su partido. En cambio, traslada el asunto a un Congreso en el que las alianzas de Acción Nacional y el PRI lo pueden favorecer y, así, justificar las decisiones que se tomen sobre la reforma energética. La jugada parece ser la de resentir una menor presión política. Ese fue el planteamiento de Germán Martínez, presidente nacional del PAN, que dice ignorar cuándo habrá reforma y que ésta se hará en el Congreso. Ésta es, a su vez, un modo de concebir la democracia.
Es notorio que ni los legisladores ni los empresarios interesados en el negocio que se puede abrir con el petróleo exijan que el gobierno formule claramente lo que quiere hacer. Pero este modo de proceder no es el preferido por nadie hoy en este país; en cambio, las ventajas políticas y económicas se derivan de la manera contraria de actuar: al acecho.
Ante la ausencia de una propuesta de reforma, el sentido común se expresa en torno a lo que debería hacerse en Pemex, por ejemplo: liberarla de la excesiva carga fiscal, extender las posibilidades de operación asociándose con la inversión privada, bursatilizar parte del capital, replantear el uso de los excedentes generados en años recientes, transformar la gestión interna y reducir enormes distorsiones acumuladas.
Pero el gobierno ha fallado hasta en la tarea más elemental de contar con un diagnóstico claro y útil en términos estratégicos de la situación de Pemex. Esto se puso en evidencia tras la presentación de la secretaria Kessel y del director Reyes Heroles en el Congreso.
El Diagnóstico de la situación de Pemex no es tal y la comparecencia de los funcionarios fue un fiasco. Es parte de la línea de acción planteada por el gobierno para eludir proponer con claridad no sólo una reforma útil de Pemex sino, peor aún, para evitar tener una política energética. De tal manera que en un entorno político tan poco claro como el que se alienta, el sentido común tiene poco alcance.
En el contexto de la incapacidad real o asumida de quienes manejan desde el gobierno el sector de la energía, no se habla del uso de los recursos excedentes obtenidos en los últimos años por el elevado precio del crudo, cuya existencia, paradójicamente, ha debilitado más a Pemex. No se considera la debacle interna de la empresa, no se quiere hablar de responsabilidades. No hay elementos técnicos y económicos que resulten políticamente convincentes y tengan sentido para la población. No hay consideración explícita de lo que corresponde hacer al Estado en la administración de un recurso natural como el petróleo, para generar riqueza duradera y aprovechar las rentas coyunturales que hoy existen en el mercado.
En este escenario el secretario de Hacienda puede advertirnos desde Acapulco sobre los ajustes restrictivos que tendrán que hacerse de no haber una reforma en Pemex. Pero, otra vez, ¿cuál reforma, señor secretario?
Carstens es el único funcionario que hoy puede sobresalir en el gris gabinete presidencial, pues representa junto con el equipo del Banco de México (que al final son todos los mismos desde hace demasiado tiempo) a la política de estabilización tan preciada para el gobierno.
No importa que esa política haya sido tan ineficaz para alentar el crecimiento del producto y del empleo durante casi tres décadas. No importa que la política fiscal hecha en Hacienda, y a la que se aferra, esté en el centro mismo de la debacle de Pemex. En el entendimiento de la gestión económica eso es secundario.
Seguiremos, al parecer, discutiendo sobre una reforma inexistente, en un entorno incierto y generador de crecientes sospechas que se promueve desde el gobierno. Así puede ser hasta que haya una sorpresa legislativa con poca legitimidad política, o bien el asunto de la reforma energética acabe siendo el Atenco de este sexenio.
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