La viga en el ojo
La ética se ha vuelto un discurso, un ruido en la boca que todo mundo dicta, pero nadie encarna; “un árbol que –decía alguien con ironía al definir la moral– da moras”. El peor rostro de esta realidad lo revelan quienes, en el orden del laicismo, dicen ser sus custodios: la clase política. No hay partido, no hay hombre o mujer en los puestos de representación que no se rasgue las vestiduras frente a las traiciones éticas de sus contrincantes; que no declare, con la ley en la mano, que irá “hasta sus últimas consecuencias” para que la ley se cumpla; no hay tampoco partido, hombre o mujer en esos mismos puestos, que ante las evidencias de sus graves traiciones se nieguen a aceptarlas y a pagar sus costos. Mientras hacia abajo, en el pueblo, la ley se aplica con impiedad y dureza, hacia arriba, en las clases políticas, es dura en el discurso y ancha, como un embudo, en los actos. La hipocresía, la mezquindad y el cinismo son sus rostros; la lapidaria frase de Jesús contra la hipocresía (“¿Por qué te fijas en la paja del ojo de tu hermano y no reparas en la viga en el tuyo? ¿Cómo te atreves a decirle déjame sacarte la paja del ojo, mientras llevas una viga en el tuyo? ¡Hipócrita!, saca primero la viga del tuyo y podrás distinguir para sacar la paja del ojo de tu hermano”), su mejor sentencia.Sería inmenso enumerar esos hechos. Están documentados en los periódicos. Dos, sin embargo, en el orden de las noticias de las últimas semanas, los ilustran. El PAN, ese partido de inspiración cristiana que desde su fundación no ha dejado de denunciar los vicios de sus adversarios, ha decidido contra toda verdad proteger a Juan Camilo Mouriño; contra toda evidencia, mantenerlo en su puesto. A un delincuente –por muchísimo menos que eso los Ceresos están llenos– no sólo se le premia, sino se le aplaude y maquilla como un payaso para hacernos creer su honestidad. Del otro lado, el PRD, ese partido de los pobres que puso en duda la legitimidad de la elección presidencial y exaltó hasta la movilización ciudadana la dignidad del voto, se destroza en sus elecciones entre fraudes y acusaciones. Nada en el espectro político, que no sean discursos sin significación en lo real, hay de la ética.La razón es tan simple como profunda: la ética y su rostro, las virtudes (el areté de los griegos), que quieren decir excelencias, se enseñan por los ejemplos y no por los discursos. Entender la ética es hacerla vivir en los actos; es quitar la viga del ojo para que el otro pueda mirar en su limpidez la paja del suyo y limpiarla. Si algo nos enseña la clase política en sus indignados discursos que sus actos traicionan, no es, en consecuencia, la ética, sino la distancia que los separa y nos separa de ella. Nada es más difícil que vivir las virtudes; nada más fácil que denunciar los vicios en los otros. La segunda, como decía Spinoza, es la moral de los tristes, la de los hipócritas y la de los cínicos.La virtud, en cambio, es una fuerza que actúa, no que denuncia; una fuerza que confiere a algo o a alguien su valor –la virtud de un cuchillo es cortar; la del hombre, actuar humanamente–. Quien sólo denuncia, pero en los actos se comporta como un traidor, no sólo no vale nada, es nada. Por ello, la reforma energética y las elecciones son nada. A lo sumo, como lo señaló Cuauhtémoc Cárdenas –otro hipócrita–, un “cochinero”, una nada, una pura y simple vanidad para los peores fines.La virtud –ese remedio contra la viga del ojo–, explicaba Aristóteles, es una manera de ser que se adquiere por las askesis (el ejercicio de su práctica que se imita de otros que ya la han introyectado en sus vidas). “Surge –escribe Compte-Sponville– en el cruce entre la hominización (como hecho biológico) y la humanización (como exigencia cultural): es nuestra manera de actuar humanamente, es decir, de actuar bien (...) una cumbre entre dos vicios (...) entre dos abismos: así el valor –entre cobardía y temeridad” o la humildad –entre abyección y arrogancia. Formaba parte esencial de la educación de los antiguos y los medievales. Hacia el siglo XII, cuando surgió la universidad, se relegó, junto con la lectio divina, a los monasterios. Hoy sólo existe como discurso. Lo que caracteriza al hombre de hoy –y nuestra clase política es su espejo más público– es precisamente la ausencia de esa ascética. Si algo enseñan hoy las escuelas, los medios electrónicos y los actos de la clase política, empresarial y sindical es todo lo contrario a la ética: la competitividad, la ganancia, la agresividad, el poder y sus “bondades”: el vicio, que pasa por virtud, y la impunidad, que pasa por grandeza; la permisividad, que pasa por libertad, y la arrogancia, que se elogia como dignidad. Destruida su base cultural, el hombre se ostenta como un homínido que ha pervertido siglos de humanización. Bien vestido y lleno de sentencias morales, debajo de su traje, que se ha vuelto el del emperador, sólo se ve un purulento cuerpo que contagia todo lo que toca.Reflexionar sobre las virtudes y sus traiciones no nos quita la viga del ojo, pero desarrolla la humildad que nos permite verla. Hoy, más que nunca, los hombres necesitamos una cura de humildad. Sin ella, y sin un trabajo en las virtudes, no habrá nunca democracia ni la salud que nos hace humanos y construye las verdaderas repúblicas.Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
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