Ángel Guerra Cabrera
El referendo con fines separatistas celebrado el 4 de mayo en el departamento de Santa Cruz, Bolivia, en abierto desafío a la Constitución, las leyes y los órganos electorales nacionales, es un hecho extremadamente grave que empuja al país al desmembramiento. Plagado de irregularidades y sin el apoyo de más de la mitad de la población pese al clima de terror fascista contra quienes no participaran, tensa un escenario ya crispado y propicio al enfrentamiento violento de las fuerzas en pugna por la llamada autonomía departamental, enarbolada también por las elites de Beni, Pando y Tarija y los sectores más reaccionarios.
El asunto es más complejo y lo que está en el fondo es el choque entre dos concepciones antagónicas sobre el Estado y el intento de una de ellas de solucionarlo por la vía de cercenar en favor de sus intereses la parte del país donde se encuentran las mejores tierras y el gas. En este bando, Estados Unidos, las trasnacionales, los latifundistas locales exportadores y las clases medias de origen europeo, que quieren perpetuar el secular país opresivo y discriminador de las mayorías indígenas y pobres y derrocar al primer presidente indígena del país. En la otra acera, las fuerzas populares y el gobierno de Evo Morales, que promueven la reforma agraria, la recuperación por el Estado de los recursos naturales y bienes públicos, la defensa de la soberanía y la integración latinoamericana dentro de un país multiétnico, pluricultural y fundado en autonomías justas e inclusivas para los pueblos, como establece la Carta Magna aprobada por la Asamblea Constituyente. En suma, la autonomía propugnada por las elites es lo opuesto a la defendida por las mayorías.
La ilegalidad y ausencia de legitimación por gobiernos y organismos internacionales de la consulta y el estatuto cruceños eran tan notorias que ni Estados Unidos se atrevió a validarla explícitamente. Pero nadie se llame a engaño: el amañado proceso no habría podido realizarse de no contar sus organizadores con el respaldo de Washington y su maquinaria mediática, que la presentó desde mucho antes como un acto democrático que evidenciaría el rechazo popular al proyecto “populista” y “autoritario” de Morales. No importa que se trate –o mejor, por eso mismo– de unos de los líderes con mayor arraigo popular en América Latina, surgido de las entrañas de un genuino y ejemplar movimiento social de masas. Las plumas rentadas de los principales medios estadunidenses, la CNN, los diarios de la Sociedad Interamericana de Prensa y su homólogo hispano El País, se empeñaron a fondo en promocionar la sedición cruceña y sus líderes sin dar espacio apenas a las voces populares. Igualmente, las bocinas de la oligarquía departamental, cuya artillería se dedica a tiempo completo a su agenda racista y separatista, dejando fuera la opinión de los que piensan distinto.
Frente a la sedición oligárquica, Evo ha actuado siempre con la mayor responsabilidad y contención, evitando caer en provocaciones e insistiendo reiteradamente en el diálogo como salida a la crisis. Intenta, sin ceder en los principios, un acercamiento de posiciones para lograr una salida política al diferendo con el bloque oligárquico, que no es monolítico y puede ser resquebrajado. Es consciente del precio a pagar no sólo por Bolivia, sino por los pueblos y procesos progresistas de América Latina si se generalizara la violencia.
El estatuto cruceño fue calificado de racista por Rodolfo Stavenhaguen, relator de la ONU para los Pueblos Indígenas, y nadie honesto que conozca su articulado podrá estar en desacuerdo, aunque muchos de los que lo hayan votado ignoraran este extremo, sencillamente por no haberlo leído. Hay que salvar a Bolivia de la desintegración. Es un deber de todos los auténticos latinoamericanos y los demócratas de la Tierra dar todo el apoyo, ahora mismo y sin perder un minuto, al proceso de cambios liderado por Evo Morales.
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