Annette Aurélie Desmarais y Jim Handy*
Titulares periodísticos en todo el mundo proclaman la actual crisis global de alimentos. Los precios de los granos básicos se van al cielo e imposibilitan a millones de personas la compra de comida suficiente para sostenerse; en varias partes del mundo estallan disturbios por alimentos y los gobiernos luchan por encontrar salidas rápidas. Entre tanto, conforme el hambre y el miedo al hambre se extienden, agroempresas trasnacionales, especuladores e inversionistas cosechan pingües ganancias.
¿Cuáles son las soluciones a esta crisis? Los partidarios de la globalización neoliberal quieren hacernos creer que la crisis súbita es resultado de “escasez de productos” y “fallas del mercado”. Nos aseguran que la mejor forma de salir adelante es evitar que los gobiernos nacionales intervengan en el mercado, elevar la producción mediante la adopción de semillas modificadas genéticamente, y liberalizar aún más la agricultura y los alimentos. ¡Tal parece que no hemos liberalizado lo suficiente!
En cambio, los campesinos, granjeros y comunidades indígenas del mundo organizados en La Vía Campesina sostienen que la crisis es resultado de décadas de políticas destructivas, que la globalización de un modelo agrícola neoliberal industrial y de capital intensivo es la causa precisa de la crisis actual, y que “ha llegado la hora de la soberanía alimentaria”.
Durante más de 30 años, trazadores de políticas, gobiernos nacionales e instituciones como el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y la Organización Mundial de Comercio impulsaron la restructuración fundamental de las economías nacionales, entonando el mantra de liberación, privatización y desregularización. En la agricultura, esto condujo a un dramático desplazamiento, de producir para el consumo doméstico a producir para la exportación. En el proceso, campos que normalmente se cultivaban con alimentos para la población nacional fueron remplazados por hectáreas de brócolis, chícharos en vaina, mangos, camarones y flores para los mercados del norte. En consecuencia, muchos países en desarrollo que eran autosuficientes en granos básicos son ahora importadores de alimentos.
La restructuración de la agricultura también facilitó su corporativización. Mientras los pequeños agricultores han sido expulsados sistemáticamente de la tierra en el norte y el sur, los consorcios incrementaron su control sobre la cadena alimentaria. Al hacerlo, las agroempresas se han asegurado de quedar en mejor posición para extraer ganancias en cada eslabón de la cadena.
Es este modelo agrícola neoliberal, industrial e impulsado por consorcios el que ha sido globalizado en los 30 años pasados. Es un modelo que trata a los alimentos como cualquier mercancía, presenta la agricultura exclusivamente como un proyecto para obtener ganancias, concentra los recursos productivos en manos de la agroindustria y coloca los alimentos en mercados de futuros. Allí, especuladores hambrientos de ganancias, inversionistas y fondos de riesgo se embolsan millones de dólares mediante frenéticas ofertas y apuestas sobre cambios de precios y predicciones de escasez.
La agricultura se ha alejado de su función primaria: alimentar a seres humanos. Hoy, menos de la mitad de los granos del mundo son consumidos por humanos. Se usan en cambio para alimentar animales y, en fechas más recientes, se convierten en agrocombustibles para alimentar vehículos. Esto es escasez manufacturada por excelencia.
Los programas de ajuste estructural impuestos por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, combinados con los acuerdos comerciales de la OMC, provocaron que las políticas agrícolas y alimentarias estén hoy controladas sólo por un mercado internacional sin rostro. Las políticas nacionales –controles de precios, aranceles, organizaciones de productores– diseñadas para garantizar la viabilidad de los pequeños agricultores y un abasto adecuado de alimentos culturalmente apropiados, mediante el apoyo a la agricultura doméstica, han sido remplazadas por las voraces demandas del “mercado”.
Los mercados nada saben de moralidad, justicia o del derecho básico de las personas a una alimentación adecuada y nutritiva. Los mercados sólo determinan que se vendan los bienes al mejor postor; hoy las personas son superadas por las demandas de los agrocombustibles, por los especuladores, y por el ganado. Si nos guiáramos sólo por el precio, parecería que la agricultura nada tiene que ver con producir alimentos para las personas.
La Vía Campesina, movimiento internacional de agricultores que representa a 149 organizaciones de 56 países, sostiene que la crisis mundial de alimentos demuestra la necesidad desesperada de construir un modelo agrícola esencialmente nuevo, basado en la soberanía alimentaria.
La soberanía alimentaria se enfoca en producir alimentos para las personas, cierra la brecha entre productores y consumidores de alimentos, pone a quienes producen y consumen alimentos en el centro de la toma de decisiones sobre políticas agrícolas y alimentarias, y construye sobre el conocimiento de los proveedores de alimentos.
La Vía Campesina sostiene que la crisis sólo puede resolverse si los gobiernos apoyan la producción campesina y en pequeña escala, reconstruyen sus economías alimentarias nacionales, regulan los mercados internacionales, y si la comunidad internacional respeta, protege y satisface los derechos humanos... en especial el derecho a comer.
No morir de hambre es, después de todo, estricta justicia.
Traducción: Jorge Anaya
* Annette Aurélie Desmarais es profesora asociada de estudios judiciales en la Universidad de Regina, Canadá, y autora del libro La Vía Campesina. Jim Handy es profesor de historia en la Universidad de Saskatchewan, Canadá.
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