José Agustín Ortiz Pinchetti
El gobierno de Estados Unidos y sus agencias están percibiendo algo amenazante y grave que pasa o está por pasar en nuestro país. Sin esto no sería explicable el interés alarmado que empezó por múltiples dictámenes de que somos un Estado fallido. Y después las visitas de la secretaria de Seguridad Interior, el procurador y oficiales del ejército; la designación como nuevo embajador de un experto en sociedades turbulentas y, finalmente, la visita urgente e inesperada del presidente Barack Obama.
Es obvio que deben estar horrorizados por la ola criminal que nos sacude y que sólo el año pasado cobró 6 mil vidas, por los secuestros, mutilaciones, torturas, asesinatos de niños y decapitaciones, así como por la creciente pérdida de control de Calderón sobre la situación fronteriza. Pero a ellos no les preocupa lo que les pase a sus vecinos, siempre y cuando no afecte sus límites o sus intereses.
Una preocupación mayor es que la ola ha penetrado en Estados Unidos y que hay presencia de pandillas de los cárteles por lo menos en 250 ciudades de ese país, con una secuela de asesinatos, desapariciones y secuestros.
Pero puede haber algo peor: la descomposición de nuestra fuerza de seguridad y la grave crisis económica podrían llevar a México al borde de la violencia social. Aunque los grupos guerrilleros están aislados, los narcos pueden alentarlos y subvencionarlos, proporcionarles armas muy sofisticadas que pondrían en jaque nuestra seguridad interna. Estallidos de violencia podrían generar una migración masiva de 2 o 3 millones de mexicanos en unas cuantas semanas. Sería el caos para los dos países y esta posibilidad sí puede preocupar a las autoridades del otro lado. La solución que proponen los expertos es endurecer los controles de la frontera y aumentar a 30 mil los efectivos que la patrullan.
Lo que los estadunidenses no perciben es que todo el fenómeno del narcotráfico y la crisis económica son producto de un proceso de degradación institucional, de corrupción e impunidad sin precedentes. Durante 25 años, los gobiernos de aquella nación han sido testigos impasibles –y a veces cómplices– del deterioro de México. El país no ha crecido y el reparto de la riqueza se ha hecho cada vez más injusto. A los jóvenes sólo les han quedado dos caminos: la delincuencia o el exilio. La clase política ha garantizado que los delincuentes de cuello blanco y los gobernantes corruptos no rindan cuentas. Con estos hechos, sería imposible que no se hubiera venido abajo el país y que el desorden y la violencia no hubieran hecho su aparición. Si Estados Unidos quiere un vecino estable y previsible tendrá que dejar de apoyar a nuestra oligarquía como ha hecho desde hace 80 años.
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