El incidente protagonizado ayer en la clausura de la 17 Cumbre Iberoamericana por el rey Juan Carlos I y el presidente venezolano, Hugo Chávez, es reflejo fiel de la relación imperante entre el régimen español y algunos gobiernos latinoamericanos cuya visión se aleja cada vez más del antiguo centro colonial.
La insólita salida de tono de Juan Carlos, mandando callar a Chávez, dio el tono a una reunión en la cual, por primera vez en esas encerronas de altos vuelos, los empresarios españoles fueron objeto de duras críticas de los gobernantes de Argentina, Venezuela y Nicaragua.
El colofón, ayer, fue la reiteración de los calificativos que Chávez endosó el viernes al ex presidente español José María Aznar; “fascista”, lo llamó, tras decir que era el encargado de vender el discurso de Washington. También recordó el apoyo que el empresariado hispano dio al fallido golpe de Estado perpetrado en 2002 contra el gobierno de Caracas.
Cierto es que el presidente venezolano interrumpió a su homólogo español, José Luis Rodríguez Zapatero, cuando éste defendía la honorabilidad de Aznar argumentando que “no es aceptable” que en un foro democrático hubiera descalificaciones a personas que gobernaron como fruto de la voluntad popular.
Pero de ahí a que el rey español, en un foro democrático, mande callar a alguien, hay, cuando menos, un pequeño abismo conceptual. Es entendible que el monarca hispano tenga últimamente sus nervios en estado de alta tensión. Allá en su país les dio recientemente por quemar retratos de él, e incluso se hizo mundialmente famosa una caricatura del semanario El Jueves donde aparecían su hijo y príncipe heredero Felipe con su esposa Letizia en un acto sexual. El cartón, muy discutible, fue hecho célebre por la respuesta de celosos jueces que cerraron filas en defensa de la inmaculada corona, queriendo dar a entender que la realeza es una divinidad encarnada con la que nadie puede meterse.
De manera que el estado de nervios del rey se plasmó ayer en Santiago de Chile, en un país que como España vivió en carne propia los estragos de una dictadura. Y con un gesto antidemocrático, Juan Carlos I puso una pica en Flandes y envió el mensaje de que no se aceptará, al menos por parte de la corona española, que sus antiguos súbditos cuestionen a ex gobernantes y empresarios de aquel ultramarino reino.
Que Chávez tilde de fascista a Aznar no debe sorprender a nadie mínimamente informado sobre los dichos injerencistas del líder ultraderechista español. Y en efecto, que muchos españoles crean en él y voten por la opción política que representa, pues es un asunto muy de ellos. Pero que Rodríguez Zapatero diga que con ello se ofende al pueblo español…
Mayor fue el desprecio –¿democrático?– que Aznar mostró hacia millones de sus paisanos que en las calles dijeron no a la intervención del trío de las Azores (Estados Unidos, Gran Bretaña y España) en Irak, agresión ilegal, contraria a derecho, antidemocrática y, ¿por qué no?, fascista. Y ello no quiere decir que esos pueblos sean fascistas, en absoluto.
Aznar, cabeza visible de la democracia intolerante, y defendido ayer por el socialista Rodríguez Zapatero, sigue poniendo en jaque al estado de derecho español con su máxima fijación: que la voladura de trenes en Madrid del 11 de marzo de 2004 fue maquinación de ETA. Los jueces ya han dicho que no, que los etarras nada tienen que ver.
Aznar perdió las elecciones por mentiroso, por tratar de vender a su pueblo, cuatro días antes de las elecciones de 2004, que ETA era autora del criminal atentado. Y también defendió esos días y noches su nefasta alianza con Washington y Londres. Todo era una mentira. La mitad de sus compatriotas no le creyeron. Y perdió el poder.
No le correspondía a Juan Carlos I callar a nadie. A menos que quiera demostrar que en esas cumbres se hace lo que él ordena. Tal vez está cansado, y nervioso, porque en su país crece imparable un estado de opinión que cuestiona todo, incluyendo la vigencia de la monarquía.
Tal vez el problema estriba en que siendo que en España no dice, o no se atreve, a decir lo que realmente siente, cuando viene a sus antiguos territorios aprovecha para dictar una cátedra tan obsoleta como la misma monarquía.
Ojalá el monarca y Rodríguez Zapatero entiendan de una vez por todas que deben hablar de igual a igual hasta con los que se expresan, según ellos, en términos “políticamente incorrectos”. Máxime si se tiene en cuenta que algunos empresarios españoles, apoyados silenciosamente por su gobierno, alientan asonadas como la de Venezuela. Y sin olvidar el trato humillante que regularmente reciben los emigrantes latinoamericanos que recalan en la península ibérica. De ahí también el reclamo del presidente de Ecuador por la brutal agresión xenófoba sufrida por una conciudadana en el Metro de Barcelona. Claro, su homólogo colombiano Álvaro Uribe nada dijo de la golpiza que días después le propinaron en Madrid a un emigrante colombiano.
¿Estará de más exigir que Juan Carlos I de España y Rodríguez Zapatero, con todo y su talante, entiendan y asuman que la democracia es para todos y en toda su expresión?
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