León García Soler
Aparecen los cuerpos inertes, hinchados, de las reses muertas. Y la generosidad filantrópica, la solidaridad a distancia, efectiva y loable, de los participantes mediáticos de la tragedia tabasqueña, se convierte en angustia; memoria de la especie atormentada por los animales ahogados al salirse de madre los ríos y la fuga de los hombres hacia las tierras altas; islotes en esas acuáticas llanuras; en llamas durante el estío de socialismo utópico; hoguera para la ambición desmesurada de riquezas tropicales: en busca de el Dorado, el Edén, el oro verde de los platanares, el oro negro del petróleo. Poder y cacicazgos criollos. Cien reses ahogadas y el agua nos llega al cuello, desborda la pantalla de la televisión.
La muerte apesta. La peste asoma en la topografía de la tormenta que nos pilló de sorpresa, como siempre. Que nos sirve para culpar al otro, como siempre; para exhibir nuestra caridad y dar lo que piden los medios en la era del espectáculo. Tranquilizada la conciencia, acalladas las culpas propias, el mal ajeno sirve para confirmar nuestra persistente suspicacia: ¡se los dije, las donaciones se evaporaron! En cuanto recuperen el aliento, los damnificados van a maldecir, nos lanzarán al rostro la culpa colectiva, por la marginación, la inequidad. Pero al ver los índices de notables que señalan al adversario en esta democracia nuestra sin lucha de clases y sin adjetivos, acabaremos por darnos cuenta de que todos tienen razón, algo de razón: No hay quién entregar al verdugo; no hay libres de culpa en la tragedia.
Las reses muertas nos juntan alrededor de la hoguera; nadie las cubre con viejas mantas, ni con un fade out de las omnipresentes cámaras. El agua es vida, dice la aridez imaginativa. Y muerte: desde el arca de Noé; en la soberbia del absolutismo: “Después de mí, el diluvio”. Cae del cielo, llega con el huracán y en las montañas encuentra valladar y tiempo para prolongarse en tormenta tropical. Y ahogarnos, destruir lo que construimos, matar lo que criamos. Lo de Tabasco es indescriptible, no importa cuánto nos esforcemos por cuadrar el círculo de la tormenta; el infierno que vino con el agua no se evapora con el simple paso del tiempo.
Villahermosa es isla entre el Grijalva y el Usumacinta, gala de los paisanos de Pellicer y Garrido Canabal. Lo del agua al agua. Nadie quisiera decirlo en medio del dolor, con el agua al cuello, con la esperanza fija en lo inmediato: pan y agua, volver a la casa inundada para recuperar papeles, identidad, memoria, los recuerdos que son nuestra vida. Nadie va a decirlo mientras los que se ocupan de la cosa pública se culpan unos a otros, se acusan y ofrecen pruebas sostenidas únicamente por nuestra incredulidad, tan justificada que explica el prejuicio de aceptar las sentencias sumarias. Pero cuando llegue la reconstrucción, quizás sea tiempo de pensar seriamente en refundar Villahermosa en otro sitio. Y rechazar la fría marginación que condona impuestos al rico, ofrece crédito barato al mexicano común y caridad cristiana al pobre.
Lo impostergable es la obligación de concluir las obras hidráulicas que contengan el desbordamiento de las aguas y controlen escurrimientos y avenidas de los ríos que son fuente y origen de energía y riqueza. Las declaraciones del funcionario especializado de la ONU son irrebatibles. Pero el encargado de la presa Peñitas dio aviso de que en 20 horas la inundación llegaría a Villahermosa. Es incuestionable el razonamiento del gobernador Andrés Granier sobre la simultaneidad del manejo de las descargas de esa presa y los desbordamientos en Tabasco. Pero es incontrovertible la presurosa intervención de Felipe Calderón para atribuir la dimensión de la tragedia al calentamiento global. Y aunque lleve agua a su molino, nadie puede rechazar olímpicamente la acusación de Andrés Manuel López Obrador: la corrupción provocó la tragedia.
Pero ninguno acierta cuando se declara dueño de la verdad única. Fuera de contexto, esas afirmaciones nada valen, nada comprueban. Y el simplismo envenena las aguas estancadas, ensucia la justa indignación de víctimas, damnificados, hombres, mujeres y niños como tú y yo, como nosotros, confiados en las funciones y obras públicas, en las tareas comunes de la cotidianidad, que de pronto desaparecen bajo las aguas broncas que arrasan todo vestigio de civilización, de humanidad. Por eso no es desdeñable el informe técnico del Colegio de Ingenieros Civiles de México, AC. La topografía de la tragedia. Los ríos que confluyen en la planicie costera de Tabasco. Y la terca realidad: “Únicamente el Grijalva tiene controlados sus escurrimientos por las cuatro presas construidas en su cauce”.
Y más, “la cuenca del Grijalva representa solamente 27 por ciento de la superficie total de la región sujeta a lluvias torrenciales. La cuenca del Usumacinta y de los otros ríos cubren el restante 73 por ciento y no tiene ninguna presa que controle sus caudales, ni existe encauzamiento de los ríos”. Portentosas las presas de La Angostura, Chicoasén, Malpaso y Peñitas. Con ellas “se ha controlado en la mayor medida posible la cuenca del río Grijalva”. Pero por incuria, por tozuda y tortuosa austeridad fiscal, por corrupción en el manejo y en el subejercicio de recursos, las obras están sin concluir. “Hasta 2007 en el Usumacinta no se han construido presas para el control de avenidas.”
Cuando coinciden con el Grijalva otros cauces, “como el río La Sierra que pasa por Villahermosa, en el cual tampoco se han construido presas para el control de avenidas”: el diluvio. Pero esa ineficiencia no es causante del volumen imponente de lluvias descargadas en el sureste en este octubre. Y del frente frío con vientos que causaron una “sobrelevación del nivel del mar”, de 50 centímetros en la marea astronómica a un metro en la llamada marea de tormenta. Ahí, el parangón patético con Nueva Orleáns: Villahermosa no está bajo el nivel del mar, pero sí del de los ríos: con el tapón de la marea de tormenta, 20 mil millones de metros cúbicos inundaron una superficie de más de 20 mil kilómetros cuadrados.
“El volumen extraído de la presa Peñitas en esos tres días de octubre fue de 600 millones de metros cúbicos... La descarga de Peñitas contribuyó con 3 por ciento del volumen total.” Pero llovió sobre mojado y se salió de cauce la impaciencia privatizadora: 13 años son demasiados, dicen. Eso lleva Alfredo Elías Ayub al frente de la Comisión Federal de Electricidad. Qué tanto es tantito, dirían trabajadores y técnicos con toda una vida en la institución creada para llevar energía eléctrica donde no invertía la iniciativa privada, porque “no era rentable”.
La tormenta reactivará el malestar social empantanado en cinco lustros sin crecimiento económico, sin empleos, sin una política social de Estado. Y “la atroz dispersión demográfica en sus turbulentas aguas”, recuerda Rodolfo Echeverría Ruiz, en El Universal. Aislada de salud y educación, “casi la mitad de la población no puede participar en el desarrollo nacional”.
Se va Manuel Espino. Manlio Fabio Beltrones conduce la reforma del Estado. El PRI ganará las elecciones en Tamaulipas, Puebla y Tlaxcala. Y el PRD en Michoacán con Leonel Godoy. Tiempo para decir con Juárez: “Los reaccionarios, que también son mexicanos”. Tolerancia para que la tormenta no sea anticipo de tragedia social.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario