León Bendesky
Las sociedades tienden a ser más grandes que sus gobernantes y que aquellos que administran las cosas públicas. Afortunadamente. Esto ocurre con respecto a la mayoría de los líderes políticos y con los que ocupan los altos puestos en las burocracias gubernamentales. Hay excepciones, sin duda, y también son necesarios los matices como en todo lo que tiene que ver con los asuntos humanos, con los procesos colectivos.
En los días recientes, Venezuela ha estado prominentemente en las noticias, cuando menos por dos razones distintas. Una es de carácter político y se centra en el presidente Hugo Chávez, quien ha llamado a un referendo para revisar la Constitución y, entre otras cosas, permitir la relección indefinida, aplicable a su propio mandato. La cuestión es controvertida, para decir lo obvio, igual que lo son una serie de propuestas económicas relativas a las nacionalizaciones y los controles de precios, y otras del campo social, como es el caso de las pensiones.
Chávez no es un personaje que guste a las elites políticas en muchas partes del mundo, menos aun a las elites sociales. Dice las cosas de una manera que no encaja con las formas admitidas de la corrección política. Lo que no quiere decir que todas sean necesariamente incorrectas o falsas. Otra cosa es que a aquéllos no les agrade oírlas, que prefieran que se queden en esa ambigüedad crónica y secular que les acomoda y juega a su favor.
Se excede en muchas ocasiones: es su estilo, su forma de hacer política. Sus opositores también lo hacen, pero los medios los presentan públicamente como razonables frente a la sinrazón. Más allá de las preferencias por una u otras de las partes, esta disputa es una expresión de un giro político que ocurre en la región. Los orígenes y las manifestaciones de tal giro están ahí para que sean analizados, pero no se puede sólo tratar de barrerlos bajo el tapete como se hace con un incómodo objeto que se quiere esconder antes de que lleguen las visitas.
El affaire en la Cumbre Iberoamericana de Chile hace apenas unos días expuso varias facetas de estas contradicciones, no fue solamente un desaguisado diplomático. Chávez hizo tropezar al rey español, que mostró la intolerancia no nada más política, sino hasta de clase: la aristocracia decadente frente al insurrecto que sólo debía condescender. Tropezó el rey, que puede apelar a una legitimidad política enmarcada en la historia reciente y particular de España, aunque cada vez más cuestionada en su propio país, pero con reservas democráticas, si es que su mera existencia se mide con el mismo rasero que debe usarse para considerar al gobierno de Chávez.
El enfrentamiento con el rey se convirtió en un asunto de buenas maneras y no en una controversia política como ameritaba. Pero el escenario de la cumbre no daba para eso, es más, su contenido fue tan raquítico y tan grande la repetición de lugares comunes entre quienes gobiernan, que los medios deben agradecer al venezolano que les dio alguna nota relevante que reportar. La expresión pública de Carlos Fuentes, de modo extenso, fue elocuente al señalar que alguien, en este caso apuntando al rey, debía hacer callar a Chávez de una vez por todas. Muchos habrán estado de acuerdo, pero en México esa idea habría que ubicarla en el contexto del extremo conservadurismo político y social que se ha asentado en el país.
La patria socialista que propone construir Chávez requerirá un sustento más fuerte y duradero que la abundante renta petrolera. La redistribución de esa renta es necesaria cuando se tienen recursos naturales valiosos, no renovables y en circunstancias de altos precios en los mercados. Esto es así, en especial, en países en los que hay una bárbara concentración del ingreso y la riqueza, pero no puede extenderse indefinidamente.
No son reales las expectativas que se crean sobre esa base. No se trata tampoco únicamente de un asunto de derechos de propiedad, aunque su redefinición clara es necesaria para alentar el crecimiento productivo, al igual que replantear las funciones y límites del Estado y del mercado. Los controles de precios son útiles como instrumentos de intervención, pero dificultan la asignación de los recursos para acrecentar la productividad y la capacidad de elevar permanentemente los niveles de vida de la población. No se puede pretender que no se ha aprendido nada de uno y otro lado de lo que no puede reducirse sólo a una disputa ideológica, sino que tiene implicaciones prácticas de relevancia.
El segundo asunto que ha puesto a Venezuela en las noticias es de otro orden. El Sistema Nacional de Orquestas Infantiles y Juveniles, creado hace tres décadas por José Antonio Abreu, rinde jugosos frutos. El éxito de la Orquesta Sinfónica Juvenil Simón Bolívar y su director Gustavo Dudamel no es una anécdota recogida en las páginas de cultura de los diarios y revistas. Expresa la visión de un maestro y la reacción positiva de las familias de los niños y jóvenes que participan; es una forma de articulación social, lo que ahora gusta llamarse cohesión.
La historia del sistema ha sido reseñada en muchas fuentes fácilmente accesibles. La gira reciente por Estados Unidos ha sido ampliamente aclamada por audiencias y críticos que no suelen dispensar favores fáciles, ni se compadecen del subdesarrollo. Su paso por México debería cuestionar y zarandear a muchos funcionarios encargados de la educación y la promoción del arte y la cultura. Unos (o más bien unas) están, en cambio, enzarzados en pleitos por el control de una parte del sistema educativo que se ha vuelto muy rentable económica y políticamente, sin importar las consecuencias para el país, que registra pésimos resultados en ese campo. Otros están amparados en glamorosos parapetos burocrático culturales desde donde lo mejor es no moverse mucho so pena de perder los privilegios del puesto.
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