Editorial
A 18 meses de las elecciones del 2 de julio del año pasado y a más de un año de la accidentada toma de posesión de Felipe Calderón Hinojosa, la vida política del país sigue teniendo como eje principal el señalamiento de que en aquellos comicios la voluntad ciudadana fue adulterada y que, en consecuencia, el actual Ejecutivo federal es ilegítimo de origen: el Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales (Cofipe) fue reformado para impedir una nueva intrusión indebida de los poderes fácticos, especialmente de las cúpulas empresariales y de las corporaciones mediáticas, en las campañas electorales, y para dar fuerza de ley a un mecanismo de esclarecimiento de elemental sensatez del veredicto ciudadano, pero que el grupo en el poder no quiso poner en práctica en 2006: el recuento voto por voto de los sufragios. El consejero presidente del Instituto Federal Electoral (IFE), Luis Carlos Ugalde, hubo de ser echado del cargo porque, tras el impresentable desempeño del Consejo General de esa institución en los meses previos a los comicios, durante éstos y en las semanas posteriores, la credibilidad del árbitro electoral quedó prácticamente demolida. Otro tanto ocurrió con el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF), tras su tristemente célebre fallo que, brevemente dicho, alegaba que en las elecciones se habían registrado irregularidades graves, pero no tanto como para desconocer el resultado.
Por si algo faltara, el antecesor de Calderón en el cargo sale a la luz pública periódicamente para confirmar, con su desparpajo característico, que para él la sucesión presidencial del año pasado fue una revancha por haber perdido la batalla del desafuero ante Andrés Manuel López Obrador. La percepción ciudadana es que con tales desplantes Vicente Fox no sólo se echa lodo a sí mismo, sino que chantajea a su sucesor con un toma y daca casi explícito: el silencio en torno a los entretelones electorales que desembocaron en el triunfo oficial del michoacano a cambio de la plena impunidad para el guanajuatense y su parentela.
En este entorno enrarecido, una escena particularmente deplorable es la que ofrecen los integrantes del Consejo General del IFE, quienes, a sabiendas de que deben abandonar sus cargos porque son corresponsables, junto con Ugalde, de haber llevado a ese órgano directivo a una sima de desprestigio y bancarrota moral, se empeñan en mantenerse en sus escritorios y recurren para ello a rogativas ante los diputados a fin de no ser los primeros en perder el puesto. La aplicación de la “salida escalonada”, ideada por el Congreso de la Unión, ha demostrado que habría sido preferible la simple remoción de todo el consejo. Con ello, el país se habría evitado el espectáculo de consejeros que parecen no tener más propósito que aferrarse al puesto (y a los emolumentos que éste conlleva) todos los meses que se pueda, con lo cual no logran sino multiplicar su descrédito. Por elemental sentido republicano y hasta por respeto a sí mismos, los consejeros que provocaron el desastre electoral de 2006 habrían debido renunciar hace mucho.
En términos generales, el lastre de las elecciones de 2006 impregna de ambigüedad y simulación la negociación política: se adoptan medidas pero se evita la mención clara a los motivos, se debate eludiendo el punto nodal de la discusión, y los medios se pueblan de verdades a medias, alusiones veladas e insinuaciones.
En este escenario sería deseable que el conjunto de la clase política emprendiera un ejercicio honesto de esclarecimiento de los comicios presidenciales pasados, carente de consecuencias legales pero sumamente necesario para despejar la vida institucional del país y definir con claridad la vasta confusión imperante. Por ejemplo, sería constructivo que la Presidencia pudiera asumir sus propias debilidades y dejara de sentirse forzada a ostentarse como la institución fuerte que no es.
Ciertamente, si se hubiera accedido en su momento al recuento de los sufragios voto por voto, este escenario indeseable no habría tenido lugar.
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