Carlos Fernández-Vega
Desde la firma definitiva del TLCAN, en septiembre de 1993 (con todo y “acuerdos paralelos”), quedó claro que a partir del primer día de 2008 se “liberaría” el sector agropecuario mexicano o, lo que es lo mismo, quedaría abierto de par en par. Más allá de la pésima cuan dañina negociación por él realizada, el gobierno tuvo 15 años de “gracia” para evitar que la bomba estallara en plena cara de la nación, pero no hizo el menor esfuerzo.
Quince largos años sin hacer absolutamente nada para evitar la masacre, pero ayer, a escasos 25 días del estallido, el Senado de la República “reaccionó” y decidió instalar un grupo de trabajo que “evaluará la posibilidad de revisar el capítulo agropecuario del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, en vigor a partir de enero de 2008”.
Es inverosímil que a escasas tres semanas y medias de que el campo mexicano oficialmente reciba su certificado de muerte, el Senado apenas “evalúe la posibilidad” –ni siquiera lo da por hecho– de revisar la citada apertura, en una perspectiva en la que México tiene todo que perder y sus asociados en el TLC, especialmente Estados Unidos, todo que ganar, en un capítulo más donde lo último que se cuida (si es que ello sucede) es la seguridad nacional, porque suponer que el sector alimentario no es estratégico ni forma parte de esa agenda es no tener la menor idea de lo que sucede.
¿Qué harán en 25 días (cinco en realidad, porque ya viene el infranqueable Lupe-Reyes) para articular una política coordinada que evite el colapso? Quién sabe, sobre todo cuando los propios senadores que “evalúan la posibilidad” advierten que “el campo nacional está condenado a desaparecer si no se revisa inmediatamente dicho apartado del TLCAN”, especialmente en su capítulo de maíz, frijol, leche y azúcar.
A partir de la entrada en vigor del TLCAN, la dependencia alimentaria no deja de crecer, porque más de 50 por ciento de lo que el país se come proviene de afuera: en los primeros siete años de vigencia (1994-2000), México importó alimentos por alrededor de 30 mil millones de dólares; ese monto se duplicó en el foxiato, y para 2007 se estima que la adquisición de comida en los mercados extranjeros (fundamentalmente el estadunidense) rebase los 15 mil millones de billetes verdes, para una perspectiva sexenal superior a 100 mil millones de dólares. Petróleo por alimentos, sería la conclusión.
Así, en el sexenio del “cambio”, México gastó, en promedio, alrededor de 220 mil pesos por minuto en importar alimentos (3 mil 667 pesos por segundo), un resultado verdaderamente escalofriante en un país que tuvo y produjo de todo, pero que se queda corto cuando se conoce el promedio de 2007: 313 mil 500 pesos por minuto (5 mil 225 pesos por segundo). ¿Alguien se anima a sonreír por el exitoso resultado del TLCAN en este renglón?
Retomo algunas cifras del INEGI, útiles para documentar cómo nos ha ido sin la apertura oficial del sector agropecuario y para dibujar el porvenir con las puertas abiertas de par en par: a lo largo del TLCAN, la importación de carnes (vacuno, ovino, porcino, pollo) se ha incrementado 300 por ciento; la de pescado, crustáceos y mariscos (en un país con más de 10 mil kilómetros de costa), 800 por ciento; las de leche, lácteos, huevos y miel, 200 por ciento; otros productos de origen animal, 500 por ciento; hortalizas frescas y congeladas, 500 por ciento; frutos y frutas frescas comestibles, 100 por ciento y cereales, 600 por ciento.
Además, en los primeros seis años de tratado México incrementó en casi 125 por ciento sus importaciones de granos, oleaginosas y otro tipo de alimentos provenientes del vecino del norte; en ese periodo, nuestro país pasó a ocupar el tercer lugar (sólo después de Canadá y Japón) como importador de granos y oleaginosas de Estados Unidos, superando las proyecciones más temerarias, incluyendo las del Departamento estadunidense de Agricultura, que previó dicha situación, pero para 2009. A partir de 2000 la situación empeoró: aumentaron las compras foráneas de alimentos, por ejemplo, casi 12 mil millones de dólares en cereales; poco más de 10 mil millones en granos (maíz, principalmente); cerca de 13 mil millones en carnes y despojos animales; alrededor de 4 mil millones en grasas animales y vegetales; cerca de 6 mil millones en leche, lácteos, huevo y derivados, y 4 mil 500 millones en pastas y sazonadores, entre otras. Entre los costos debe considerarse la cancelación de más de un millón 300 mil empleos en el campo mexicano.
Para el caso del maíz, desde finales de los 80 México se convirtió en importador neto. A partir de entonces la tendencia ha sido creciente, y el gobierno mexicano (con sus diferentes máscaras) “resolvió” el problema a golpe de violar las cuotas de importación por él mismo establecidas: de acuerdo con el Centro de Estudios de las Finanzas Públicas de la Cámara de Diputados a partir de la entrada en vigor del TLCAN (1994) y hasta 2006 la importación de maíz (blanco y amarillo) originario de Estados Unidos sumó 58 millones 635 mil toneladas (4.5 millones promedio anual), mientras el total de la cuota de importación originaria de Estados Unidos permitida para ese periodo fue 39 millones 44 mil toneladas, es decir un sobrecupo de 20 millones 119 mil toneladas.
Quince años de resultados aterradores pero, a 25 días del estallido, en el Senado apenas “evalúan la posibilidad” de revisar el capítulo agropecuario del TLCAN, aunque llevan ventaja, porque en Los Pinos ni siquiera eso.
Las rebanadas del pastel
Para el “presidente del empleo”, con los atentos saludos de la Concanaco: más de 18 millones de mexicanos laboran en la economía informal (Luis Antonio Mahbub Sarquis, presidente del organismo), o lo que es lo mismo 40 por ciento de la PEA, o si se prefiere 3 millones más que los trabajadores registrados en el IMSS… Ánimo don Javier, que sólo fue el susto.
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