Raúl Zibechi
Venezuela es un país con instituciones democráticas y un sistema electoral confiable. Ésta es una de las principales conclusiones que surgen del referendo del pasado domingo, que echa por tierra los principales argumentos del gobierno de George W. Bush, de la oposición interna y de los gobiernos aliados de Washington, contra Hugo Chávez. Desde este punto de vista, el proceso de cambios que se lleva a cabo en Venezuela desde 1999, cuando Chávez asumió la presidencia, sale reforzado.
En segundo lugar, Hugo Chávez reconoció con dignidad y transparencia la derrota de su propuesta de reforma constitucional, pese a la estrechez de los resultados. No recurrió a artimañas como hicieron tantos presidentes en este continente a la hora de reconocer derrotas, ni puso por delante la evidente injerencia de Estados Unidos. Esto muestra que Chávez tiene un talante democrático, cosa que no ocurre con buena parte de sus críticos, entre ellos el propio Bush y su vecino Álvaro Uribe. Resulta curioso que los que intentan voltear el proceso bolivariano reconozcan ahora la transparencia de las urnas cuando la negaron en las 10 elecciones anteriores en las que ganó el chavismo.
Uno de cada cuatro venezolanos que votaron por Chávez en diciembre de 2006 no votó la reforma de la Constitución el pasado domingo. En las elecciones presidenciales del año pasado cosechó 7 millones 300 mil votos, que contrastan con los 4 millones 380 mil que obtuvo el sí a la reforma de la Constitución. Mientras el candidato opositor Manuel Rosales recibió en diciembre pasado 4 millones 292 mil votos, la oposición a la reforma tuvo 4 millones 500 mil sufragios. Un pequeño y poco significativo aumento de la oposición, y una pérdida de 3 millones de votos del chavismo que se fueron casi íntegramente a la abstención, que pasó de 25 por ciento en diciembre a 44 por ciento el domingo pasado.
Es cierto que tanto Bush como una parte de la oposición interna realizaron una repugnante campaña contra la reforma, pero no es menos cierto que ya lo habían hecho en otras ocasiones. También es cierto que partidos como Podemos (socialdemócrata), algunos destacados intelectuales y el ex ministro del Interior, general Raúl Isaías Baduel, se opusieron a la reforma. Pero todo eso parece insuficiente a la hora de explicar nada menos que 3 millones de abstenciones.
Según los datos que aportan amigos venezolanos, la abstención fue importante en los barrios populares partidarios de Chávez y del proceso de cambios. Eso indica que es en el seno de las fuerzas sociales que vienen apoyando los cambios, donde hay que buscar las claves del resultado. No es, por lo tanto, ni un triunfo de la oposición ni del imperialismo; ni una derrota del chavismo popular de base. El propio Chávez dio pistas sobre lo sucedido al señalar que “algunos de nosotros no jugaron (…) se quedaron quietos y dejaron pasar la pelota”.
Los resultados echan luz sobre dos hechos que merecen ser debatidos. El primero gira en torno al socialismo; un debate abierto, imposible de cerrar luego de las experiencias soviética y china. No hay nada que permita pensar que los 3 millones que votaron por Chávez un año atrás le estén dando ahora la espalda al proceso de cambios. Pero no es lo mismo elegir entre la derecha y Chávez que hacerlo por un modelo que no hubo ni tiempo ni voluntad de someter al debate abierto. En el imaginario colectivo, socialismo no es otra cosa que un gran aparato estatal centralizado, dirigido por una enorme y maciza burocracia. ¿No es algo de eso lo que estaba naciendo en Venezuela al calor del PSUV (partido único chavista) y de la nueva dirigencia estatal?
En segundo lugar, el resultado muestra que las bases sociales del proceso bolivariano son heterogéneas, diversas, contradictorias por tanto, y que resulta imposible reducirlas a categorías generales y totalizantes. La polarización imperialismo versus pueblo puede ser válida para describir algunos momentos de aguda confrontación, pero no es en absoluto una realidad permanente y única. Reducir el conjunto de problemáticas sociales a una “contradicción principal” a la que todas las demás deben subordinarse impide la expresión de las diferencias, como muestra la experiencia histórica del socialismo del siglo XX.
En momentos de gravedad extrema, empero, las diversidades pueden y deben formar un puño para batir al enemigo. Pero lo que es necesario en momentos extremos no debería, salvo desfigurando la realidad y a los propios sujetos, convertirse en línea de acción que, las más de las veces, lleva a la aparición de líderes infalibles y de un aparato centralizado que termina por sustituir a los sectores populares, los hacedores verdaderos de los cambios.
En la izquierda laten dos formas de ver el mundo. Un amplio sector sostiene que los cambios en Venezuela comenzaron en 1999 con la llegada de Chávez a la presidencia, y que su figura y el equipo dirigente que lo rodea son la clave del proceso en curso. Otros pensamos que son los sectores populares, que irrumpieron en febrero de 1989 protagonizando el caracazo, los verdaderos motores del proceso. Y que en ellos está la clave de la continuidad de la revolución, de su eventual profundización y de los rumbos que se tomen en cada momento.
Una parte de ese pueblo bolivariano decidió “dejar pasar la pelota”. Deberíamos aceptar que es una decisión consciente y meditada, y no mera influencia del “enemigo”. ¿Por qué quienes hicieron una insurrección en 1989 hundieron al corrupto sistema de partidos en los 90, frenaron y revirtieron un golpe de Estado en 2002 y derrotaron la huelga petrolera en 2003 habrían de dejarse manipular por el imperio y la oligarquía? La revolución bolivariana seguirá adelante porque el pueblo de los “cerros”, tanto los que votaron sí como los que se abstuvieron, lo viene decidiendo día a día desde hace ya casi dos décadas.
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