Ángel Guerra Cabrera
La elección de Raúl Castro como presidente del Consejo de Estado de Cuba expresa el consenso más sentido de la gran mayoría de la población cubana en caso de que Fidel dejara el cargo, un resonante desenlace al proceso comicial signado desde su inicio por la confianza del pueblo en el entonces mandatario interino y por la masiva cohesión y unidad en torno a la revolución.
La elección de los vicepresidentes y demás miembros del órgano colegiado, así como por la Asamblea Nacional –instancia máxima de poder del Estado, no únicamente legislativa–, y la composición de la misma, cumple con el imperativo de reunir a las tres generaciones actuales de revolucionarios, integrantes de los sectores más representativos de la sociedad, en la conducción de la nación. Son significativos en el nuevo parlamento el ingreso de 390 nuevos miembros, una presencia femenina que se acerca a la mitad, la de negros y mulatos, y la del segmento de entre 18 y 30 años, ascendente a 36 por ciento.
Con el mandato de esta legislatura da inicio un periodo decisivo de la revolución en la que, por razones biológicas, se producirá inevitablemente el relevo generacional de los más veteranos en su dirección. También porque abordará la restructuración de la administración pública, la supresión de subsidios económicamente insostenibles, el incremento sustancial de la producción agropecuaria y de otros sectores, hacer que el salario cumpla su función retributiva del aporte individual, acometer la gradual revaloración del peso hasta eliminar la doble moneda, estimular la inventiva y las soluciones locales, profundizar y sistematizar más la democracia, entre otros temas que hacen un auténtico rediseño del socialismo cubano. Cuenta para encararlo con el caudal irrepetible de legitimidad y autoridad política ganada por quienes protagonizaron la etapa revolucionaria fundacional y con una legión de abnegados cuadros de hornadas más recientes, con frecuencia talentosos y creativos. La convergencia de la vieja guardia, todavía mayoritaria en la cúspide, con la generación intermedia –que “aprendió junto a nosotros los elementos del complejo y casi inaccesible arte de dirigir y organizar una revolución”–, y con la más bisoña, apoyadas por la sabiduría de Fidel, son premisas sólidas para el abordaje exitoso de tamañas tareas en una amenazante coyuntura económica internacional y de imprevisible agresividad de Washington.
Existe un fecundo proceso político en marcha desde hace siete años, iniciado en el fragor de la lucha por la devolución a su padre del niño Elián González –la Batalla de Ideas–, en el cual el discurso de Fidel en la Universidad de La Habana en noviembre de 2005 y los de Raúl en julio de 2006 y en su toma de posesión el 24 de febrero marcan hitos fundamentales. Son palpables sus logros en el fortalecimiento de elementos esenciales del socialismo debilitados durante la crisis provocada por el derrumbe de la URSS: la justicia social, la solidaridad y la elevación de la cultura general. Pero en esa misma dirección está pendiente un examen crítico, a fondo, de los ensayos socialistas frustrados, el replanteo a la luz de la experiencia cubana y del acervo revolucionario latinoamericano y universal del socialismo deseable y posible, y elaborar una teoría de su construcción en Cuba, muy diferente a la Rusia de 1917, donde, en todo caso, el estalinismo paralizó el desarrollo del pensamiento revolucionario.
No es un ejercicio de laboratorio, ya que habrá que hacerlo simultáneo con la urgente solución de acuciantes problemas de la sociedad, aún agobiada por las consecuencias de la crisis, pues, como ha subrayado el nuevo presidente, es prioritario satisfacer las necesidades materiales y espirituales de la población, algo posible sólo a partir de la capacidad de crear riqueza con el trabajo productivo basado en la máxima racionalidad y eficiencia del Estado y, sobre todo, de las unidades económicas, que a todas luces serán objeto de importantes transformaciones. Está también el crucial objetivo señalado por Raúl de que el Partido Comunista de Cuba debe ser “más democrático que ningún otro, y con él la sociedad en su conjunto”, lo cual hace suponer cambios importantes en su vida interna y funcionamiento, y una participación creciente de los colectivos laborales y territoriales en las decisiones que les conciernen más directamente y en la elaboración de las políticas gubernamentales.
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