Jaime Martínez Veloz
El 16 de febrero de 1996, en un salón contiguo a la sede del diálogo en San Andrés Larráinzar, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) firmó los acuerdos de San Andrés. Poco después, la representación gubernamental hizo lo mismo, esta vez en presencia de la prensa y con declaraciones incluidas. Ambos actos fueron atestiguados la Comisión Nacional de Intermediación (Conai) y la Comisión de Concordia y Pacificación (Cocopa).
Los zapatistas habían escogido la discreción no como un signo de vergüenza o aceptación a regañadientes de lo que se signaría, sino como una señal de cautela. No cabía en ellos celebración por algo que aún no se cumplía. Sin embargo, deseaban dejar asentada su voluntad de paz. Las declaraciones, la prensa y las celebraciones se dejaban para cuando las palabras escritas se convirtieran en hechos.
La discusión en aquella primera mesa de Cultura y Derechos Indígenas había sido difícil, pero había mostrado que aquellos que durante años habían trabajado, desde numerosas especialidades, con y para los pueblos indígenas, se podían poner de acuerdo en una serie de propuestas mínimas que dieran un marco legal sobre el cual elaborar una iniciativa constitucional en la materia, sin importar si habían acudido convocados por el EZLN o por el gobierno federal.
El gobierno federal adquirió el compromiso de reconocer a los pueblos indígenas en la Constitución; ampliar su participación y representación políticas; garantizar el acceso pleno a la justicia con el reconocimiento y respeto a especificidades culturales y a sus sistemas normativos internos, garantizando el pleno respeto a los derechos humanos; promover las manifestaciones culturales de los pueblos indígenas; asegurar educación y capacitación; garantizar la satisfacción de necesidades básicas; impulsar la producción y el empleo, y proteger a los indígenas migrantes.
Se planteó que los principios que normarían la acción del Estado serían:
“Pluralismo. El trato entre los pueblos y culturas que formaban la sociedad mexicana ha de basarse en el respeto a su igualdad fundamental.
“Sustentabilidad. Es indispensable y urgente asegurar la perduración de la naturaleza y la cultura en los territorios que ocupan y utilizan de alguna manera los pueblos indígenas, según los define el artículo 13.2 del Convenio 169 de la OIT.
“Integridad. El Estado debe impulsar la acción integral y concurrente de las instituciones y niveles de gobierno que inciden en la vida de los pueblos indígenas, evitando las prácticas parciales que fraccionen las políticas públicas.
“Participación. El Estado debe favorecer que la acción institucional impulse la participación de los pueblos y comunidades indígenas y respete sus formas de organización interna, para alcanzar el propósito de fortalecer su capacidad de ser los actores decisivos de su propio desarrollo.
“Libre determinación. El Estado respetará el ejercicio de la libre determinación de los pueblos indígenas, en cada uno de los ámbitos y niveles en que harán valer y practicarán su autonomía diferenciada, sin menoscabo de la soberanía nacional y dentro del marco normativo para los pueblos indígenas.”
Hay que decir que en la Cocopa, la Conai, el EZLN y gran número de mexicanos, sin importar su filiación política, la sola firma de los acuerdos resultaba esperanzadora. Se abría la puerta para que un acuerdo de paz con justicia y dignidad pudiera ser alcanzado en el corto plazo.
No deja de ser dolorosamente paradójico que el documento que debía ser el primer paso de una negociación que se esperaba complicada, pero fructífera, se convirtiera a la postre en el eje sobre el cual dependiera la continuidad del diálogo.
En los siguientes meses, años, y aún hoy, los textos de San Andrés han sido objeto de descalificaciones. En su mayoría, éstas se han centrado en unos cuantos elementos. Así, se ha dicho que afectan la soberanía y la unidad nacionales; que trastocan el principio de igualdad jurídica de la Constitución; que ponen en riesgo la propiedad de la nación sobre recursos como el petróleo; que abren la puerta a la balcanización del país; que pretenden colocar las costumbres de los pueblos indígenas por encima de las leyes, y así por el estilo.
En el colmo de la mentira y el dolo, el gobierno federal consideró que la iniciativa elaborada por la Cocopa no corresponde al espíritu y la letra de los acuerdos de San Andrés.
Sólo hay dos razones por las que pudimos los miembros de esa Cocopa hacer tal cosa: incapacidad o intereses ocultos. Ninguna de las dos es aceptable o creíble, a menos que se suponga que, o bien abogados y/o políticos experimentados, como Heberto Castillo, Luis H. Álvarez, Óscar López Velarde, Rodolfo Elizondo y los constitucionalistas que nos apoyaron, no sabían lo que hacían, o bien que todos fuimos cómplices de una misma e inconfesable causa.
En el fondo, el problema no parece ser ni los acuerdos ni la propuesta de la Cocopa. Hay bases para suponer que, con posterioridad a la firma de dichos textos, el gobierno federal se convenció de que había incurrido en un error jurídico y político. Un error que se intentó disfrazar o minimizar por medio de distracciones, ausencias y probablemente otros métodos, en lugar de intentar enmendarlo por medio del diálogo.
Se cometió, así, un verdadero doble error: el incumplir la palabra empeñada y firmada, y permitir que el conflicto se empantanara y deteriorara hasta llegar a sucesos como los de Acteal, el empantanamiento desde entonces del diálogo y la postergación de soluciones a los problemas ancestrales de los pueblos indígenas.
Con cariño y afecto a los miembros de la primera Cocopa
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