Víctor M. Quintana Silveyra
Samuel P. Huntington no se equivocó… en el título de su libro. Estamos presenciando un verdadero choque de civilizaciones, pero, no como él señala, entre la civilización occidental y alguna versión de las civilizaciones orientales, como la islámica o la sino-japonesa. No se puede considerar al mundo estadunidense y europeo como la fortaleza sitiada por los bárbaros musulmanes o budistas, o africanos. No se trata de la colisión entre dos hemisferios planetarios, de dos modelos de civilización en el interior mismo de las naciones, de países que, por ello, se encuentran desgarrados, para acudir a la categoría del propio académico.
Esa reflexión se la hace uno cuando presencia las estrategias y los discursos de dos modelos de agricultura que cotidianamente se enfrentan en nuestro México, al igual que en otras muchas partes del planeta.
Se ha dicho mucho que en nuestro país existe una agricultura a dos velocidades: la comercial, o empresarial, intensiva en capital, con tecnología de punta, intensiva también en el empleo de recursos naturales, orientada sobre todo a la exportación y al gran mercado interno y, por otra parte, la agricultura campesina, de minifundio, con técnicas tradicionales más bien atrasadas, orientada principalmente al autoconsumo, a la subsistencia de la unidad familiar o, cuando mucho, a los mercados locales.
El asunto es que, dentro de este análisis, entre estas dos agriculturas habría sólo una relación de estadio de desarrollo: una, más avanzada, la otra, menos. Entonces los proyectos gubernamentales y las demandas de muchas organizaciones rurales irían encaminadas a superar la brecha entre las dos agriculturas, mediante inversiones en tecnología y en capacitación de los productores. Pero las cosas son más complejas. Porque, en primer lugar, entre la agricultura moderna y la tradicional la relación fundamental no es de asincronía, sino de subordinación de la segunda con respecto a la primera. Y, profundizando más el análisis con los datos que las últimas tendencias en el campo mexicano nos revelan, la relación tiende a hacerse de creciente oposición entre las dos, pues para los propulsores de la agricultura moderna, la pervivencia de la tradicional representa un obstáculo que ha de eliminarse.
Las crecientes presiones de Monsanto y diversas organizaciones rurales, para que se autorice la siembra de maíz transgénico, no sólo con carácter de experimental, sino general, aunadas a la expansión de la frontera agrícola con base en la apertura al cultivo de miles hectáreas en zonas semidesérticas y la explotación intensiva de mantos acuíferos para irrigar cultivos comerciales, sobre todo de exportación, son la avanzada de la civilización productivista, hipermercantilizada en la agricultura nacional.
Los actores de este modelo son trasnacionales sobre todo, o grandes empresas nacionales trasnacionalizadas. Los valores de referencia aquí son el incremento indefinido de la producción, la aplicación intensiva de la biotecnología, el menor empleo posible de mano de obra, todo esto para generar el máximo de ganancia. Es un transplante de la lógica industrial, o de la nueva lógica minera al sector agropecuario: economías de escala, producción en serie, flexibilidad para la rotación de espacios cuando el agua o los recursos naturales se agotan. Así como las maquilas, así como las nuevas explotaciones mineras a cielo abierto se desentienden de lo local, de las comunidades y las dejan cuando ya no les son rentables, así la nueva agricultura puede desafanarse cuando ya el agua o el suelo de algún lugar les proporcionan márgenes satisfactorios de ganancia. La apoteosis de la racionalidad instrumental.
Éste es el modelo propiciado desde el gobierno federal. El que busca que la Sagarpa se torne en la nueva Secretaría de Negocios Agropecuarios, como ya se denomina una de sus subsecretarías. El otro es el modelo de civilización que se generó hace ya mucho en las comunidades indígenas y campesinas, aunque en buena parte de ellas ya no existe, y que ha sido enriquecido por las experiencias de muchos grupos y los desarrollos científicos alternativos.
Sus principales actores son las familias y las comunidades o las empresas formadas por ellos. Sus valores orientadores son la satisfacción de las necesidades humanas y el desarrollo del potencial de las personas, la convivivalidad y la responsabilidad por la vida de toda la comunidad de los seres: animales, plantas, suelos, corrientes de agua. Lo local, lo nativo, lo autóctono es aquí fundamental como espacio, como instancia base para abrirse al otro, a lo universal, sin dejar lo propio.
Estos dos modelos civilizatorios volverán a chocar este primero de enero, cuando el productivista trasnacionalizado abra las fronteras de nuestro país a la importación de maíz, frijol, azúcar y leche en polvo. Pero el modelo convivial campesino-indígena seguirá resistiendo, tanto en las acciones y movilizaciones coyunturales de esos días, como en la larga duración de los trabajos y los días de sus comunidades.
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