Adolfo Sánchez Rebolledo
Uno de los tormentos más pavorosos consiste en someterse voluntariamente a la televisión abierta en estos famosos días de guardar y asueto. No hay compasión. Al pobre público se le asestan todas las películas viejas sobre temas religiosos, tratando de teñir con una pátina moralizante las que son, cada vez más, fiestas a secas, oportunidades de descanso y diversión, fugas de la realidad cotidiana cuya grisura comienza a ser insoportable. El espectador que se queda en la soledad de la ciudad siente que el mundo también se toma unas vacaciones noticiosas (como cada fin de semana en México) y, por breves días, retorna el ritmo apacible de la vieja provincia tan ida como olvidada.
Las televisoras, sabias administradoras del tiempo, repiten antiguas series o improvisan refritos a título de balances anuales a cargo de figuras sustitutas de la pantalla. No gastan, sabedoras de que luego del torbellino comercial navideño, sobreviene la calma chicha hasta Reyes, cuando se reanuda el frenesí publicitario dirigido al mercado “infantil” de las familias que marca el comienzo de la cuesta de enero, con sus largas filas ante las casa de empeño. ¡Oh, exaltación de las tradiciones mexicanas!
Sin embargo, esta decepción es en parte culpa nuestra, pues a pesar de todo lo dicho o escrito sobre los mass media en el mundo, seguimos buscando, como dice Rossana Rossanda, algo distinto en la televisión ya sea por cable o satélite, “aunque no sea más que un documental sobre las excavaciones en Egipto, sobre el pequeño pingüino que se echa al mar por primera vez o el enfrentamiento entre generales en la Segunda Guerra Mundial. Lo suficiente para irse a dormir”. Y a la mañana siguiente continuamos exigiendo a las televisoras comerciales algo que no quieren y tal vez no puedan darnos: una programación más inteligente, diversa y plural, adaptada a las necesidades de un mercado al que suponemos igualmente complejo.
Así, pues, reconozcamos que, pese a todo, “falsificada o no, la tv sabe manipular nuestro lado voyeur, los residuos de la adolescencia, la auto-indulgencia que llevamos dentro” y eso, a pesar de nuestras críticas, la hace poderosa, demasiado poderosa. Pero eso no es posible, no al menos sin una verdadera revolución de los contenidos y los paradigmas (lucrativos) de la industria por excelencia del mundo globalizado, sin una remodelación de sus objetivos vitales, lo cual no es sencillo, pues “el medio es seductor y te vuelve pasivo. La interactividad es una patraña, puedes escoger el menú, pero son la Rai o Mediaset (y detrás Endemol & C ) quienes cocinan, ellos detentan la calidad y los tiempos de suministro, el dominio de la subliminalidad. Un telespectador nunca será lo mismo que un lector delante de su biblioteca... Entre tanto, la fiesta de las imágenes ha logrado el interesante objetivo de hacernos funcionar más a base de emociones que de reflexión” (Rossana Rossanda, Il Manifesto, 23/12/07).
Por eso, pretender cambiar el papel de los medios sin una renovación democrática de la sociedad, siguiendo el expediente de la mera autorregulación ética parece tan poco como excesivo resulta el prescribir desde el Estado la orientación de los contenidos.
El gran problema es cómo recuperar el carácter público de los medios, hoy por hoy aplastado bajo el peso de los intereses privados más crudos, lo cual presupone la cancelación de ciertos privilegios cuyo origen los empresarios hacen recaer en las inversiones propias, pero que, en rigor, dependen de la explotación y usufructo de un bien público que se les ha concesionado. Ése es el fondo del debate en torno a la libertad de expresión impulsado por las televisoras con el apoyo irrestricto de organismos patronales y un grupo de intelectuales repentinamente preocupados por los riesgos de la restauración autoritaria. Lo que se discute como verdad irrebatible es el supuesto derecho natural –y, por consiguiente, irrestricto– a convertir en mercancía (propiedad privada) cualquier bien material o inmaterial.
La libertad de comprar tiempos (publicidad) es el combustible que hace funcionar la maquinaria televisiva, no al revés. Vender productos, mercancías, su objetivo –el entretenimiento, la “fabrica de sueños”, la información–, el vehículo. Y en un mundo donde las ideas, las posturas políticas y el mismo poder se compran y se venden, ¿no es un contrasentido limitar el derecho a vender espots electorales un ataque inconcebible a la libertad?
Sin embargo, la verdadera discusión está por ello en el tema de la regulación de las telecomunicaciones y los derechos de las audiencias a no ser manipulados, a pensar y disfrutar, a decidir no solamente a consumir. Allí es donde se arma la batalla decisiva para el futuro.
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