Marcos Roitman Rosenmann
La memoria de Chile debe abrir sus páginas a otro acontecimiento también oscurecido como lo es el 11 de septiembre de 1973. En esta ocasión se trata de la matanza de la Escuela Santa María de Iquique ocurrida el 21 de diciembre de 1907. Ambos acontecimientos se unen en la fuerza de los principios, en la convicción de sus dirigentes y en la ignominia de las oligarquías. Para el movimiento obrero, el comportamiento de sus líderes constituye un ejemplo, de allí la mordaza, el silencio y la tergiversación de los hechos por la historiografía oficial. Sacar a la luz la realidad conlleva rastrear la huella vergonzante de las clases dominantes, de las fuerzas armadas y el imperialismo inglés confabulados para traicionar, mostrando su sin razón y el odio a los trabajadores. Fue su amor plutocrático lo que explica una de las matanzas más sangrientas. El entonces ministro del Interior Rafael Sotomayor dio la orden para disparar. Éstas fueron sus razones esgrimidas en el telegrama enviado al buque de guerra Blanco Encalada para iniciar la matanza: “En todos los casos debe prestar amparo a personas y propiedades; debe primar sobre toda otra consideración la conveniencia manifiesta que conviene reprimir con firmeza al principio, sin esperar desórdenes tomen cuerpo. La fuerza pública debe hacerse respetar, cualquiera sea el sacrificio que imponga”. El destinatario del mismo no era otro que el general de división Roberto Silva Renard, cuya actuación en la huelga de Valparaíso se había destacado por el nivel de represión, brutalidad y uso indiscriminado de las armas de fuego, lo que provocó una protesta generalizada de las fuerzas democráticas en el Parlamento y en el movimiento obrero. Su informe dirigido al ministro del Interior, tras la matanza, es sin duda símbolo de su personalidad: “…como usted comprenderá, los oradores no hacían otra cosa que repetir aquellas frases comunes de guerra al capitalismo y al orden social existentes... Comisioné al coronel Ledesma para acercarme al comité... y comunicarle de orden de US de evacuar la escuela... el coronel volvió diciéndome que el comité se negaba a cumplir dicha orden. En vista de eso tomé nuevas disposiciones... Hice avanzar dos ametralladoras del crucero Esmeralda y las coloqué frente a la escuela. Coloqué un piquete del regimiento O’Higgins... para hacer fuego oblicuo a la azotea... Convencido que no era posible esperar más tiempo sin comprometer el respeto y el prestigio de las autoridades y de la fuerza pública, penetrando también en la necesidad de dominar la rebelión antes de que terminase el día, ordené a las tres 3/4 PM una descarga por un piquete... donde estaban los huelguistas más rebeldes y exaltados... A esta descarga –subraya Silva Renard– se responde con tiros de revólver y aun de rifles que hirieron a tres soldados y dos marineros, matando a dos caballos... entonces ordené dos descargas más y fuego a las ametralladoras con puntería fija a la azotea, donde vociferaba el comité entre banderas y toques de cornetas. Hechas las descargas, y a este fuego de ametralladoras... la muchedumbre se rindió”.
La escuela, cuya construcción era de madera, no impidió el paso de las balas de grueso calibre. No hubo protección para niños, mujeres y jóvenes. Diez y ocho mil presentes terminaron siendo los blancos perfectos. Murieron más de mil personas y hubo otras 2 mil heridas, según datos, aunque se decretó el secreto, la censura y las cifras reales bailan. Algunos sitúan las muertes en más de 3 mil.
El origen de esta matanza fue la huelga contra la devaluación de la moneda. Un pliego con 10 peticiones de los trabajadores de las salitreras: a) la mejora en las condiciones de trabajo; b) la eliminación paulatina de las fichas mientras no fuera posible la libertad de circulación de las mismas; c) el pago de un jornal mayor; d) un comercio abierto en las oficinas; e) el cierre general con reja de hierro en los cachuchos y chupadores; e) el pago de indemnización en caso de accidente; f) poder comprar fuera de la pulpería y tener una vara para comprobar pesos y medidas; g) conceder lugar gratuito para escuelas; h) que los administradores no pudiesen arrojar a la rampla el caliche decomisado y aprovecharlo después en los cachuchos; i) que el administrador no despida a los trabajadores que tomen parte en el conflicto sin dos meses de avisos y previo pago.
Un comité agrupaba a los 18 mil obreros en conflicto. Parecía que se podía negociar. Tras un momento de incertidumbre las empresas dan marcha atrás. Sería un mal precedente, aunque las peticiones sean justas. De hacerlo, manifiestan los empresarios, “perderían todo el prestigio moral, el sentimiento de respeto, que es la única fuerza del patrón respecto del obrero”. El presidente del comité de huelga, el anarquista José Briggs, hizo un último esfuerzo. Ya en Iquique, después de la marcha iniciada a mediados de diciembre y cuya fuerza es mayor a partir del 13 en el pueblo de San Antonio, acepta un acuerdo con la patronal de 60 por ciento de aumento salarial. Sin embargo, el gobierno había decido masacrar a su pueblo el 21 de diciembre de 1907, decretando el estado de sitio sin el consentimiento del Congreso. La matanza constituyó un punto de inflexión. Los responsables de tal acto serían Pedro Montt, presidente de la república; Carlos Eastman, intendente de Iquique, y el general Silva Renard. Todos ellos absueltos. La historia los considera defensores del orden, la libertad y la propiedad privada.
Tras los acontecimientos, la oligarquía chilena siguió sometida a los designios del capital inglés asentándose el primer liberalismo económico y político del siglo XX bajo las formas del enclave minero. Las compañías salitreras, las empresas de transportes marítimos, los ferrocarriles, los bancos, se confabularon para construir un régimen bajo su control. Los dueños del país vivieron de la explotación sin límites del minero, del campesino, del obrero. La máxima del periodo oligárquico fue la ostentación, la exclusión política, la represión y la muerte. Las reivindicaciones democráticas se acallaron por las armas. Los derechos sociales democráticos no verán la luz hasta muy entrado el siglo XX. Sólo frustración. Sin derecho de huelga, ni descanso dominical, ni seguridad laboral, trabajando 10 o más horas, con pago en fichas, castigos corporales y cepos, las protestas se tiñeron de más sangre. Fue la forma de denunciar las condiciones de trabajo y de vida de la clase obrera, de mujeres y niños. Ésta es la historia en la cual se inscribe la matanza de la Escuela Santa María del 21 de diciembre de 1907. La lucha dará sus frutos años más tarde. Tras 70 años de olvido, durante el gobierno de la Unidad Popular, un grupo musical, Quilapayún, rescató la tragedia en forma de cantata. La burguesía cuestionó la interpretación. Hoy, a 100 años de la matanza, volverá a defender a sus asesinos. Su felonía no quedará impune. El recuerdo es su vergüenza.
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