Julio Pimentel Ramírez
En tanto el país se encuentra en medio de una seria disputa por el futuro de los recursos petroleros de la nación, la economía internacional atraviesa por una crisis coyuntural propiciada por la recesión estadounidense, sacudida que confluye con los profundos problemas estructurales del neoliberalismo que, como reconocen organismos financieros internacionales, ha colocado a la humanidad en la proximidad de la hambruna en amplios sectores de la población, lo que podría desembocar en un estallido social de inconmensurables consecuencias.
Los cables de las agencias internacionales informan del incremento imparable de los precios de los alimentos, específicamente de cereales y arroz. Por ejemplo el trigo ha aumentado en un año 130 por ciento su precio, el maíz 38 por ciento y el arroz ha subido 36 por ciento su precio en dos meses.
El alza intensa y persistencia de los precios internacionales de los alimentos aumentará la pobreza e indigencia en cerca de 15 millones de personas en América Latina y el Caribe, reconoce la casi siempre optimista Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL).
México no es, por supuesto, ajeno a este fenómeno de la economía globalizada y las autoridades del Banco de México reconocen, a regañadientes, y con el lenguaje propio de la tecnocracia que torna nebulosa la comprensión de la realidad, que las presiones inflacionarias van a la alza. Sectores económicos vinculados al maíz y la tortilla advierten que los próximos meses será inevitable el aumento del precio del alimento básico de la mayoría de los mexicanos.
Es importante reflexionar sobre los factores que explican que, en pleno auge de la alta tecnología capitalista, el modelo de producción agropecuaria sea incapaz de alimentar adecuadamente a miles de millones de personas en el mundo, incluyendo a una elevada proporción de los habitantes de nuestro país.
Aquí solamente enumeraremos algunas de las cuestiones que actualmente se debaten en el escenario internacional. La humanidad está tomando conciencia rápidamente, que el modelo industrial capitalista de agricultura, dependiente de petróleo, ya no funciona para suplir los alimentos necesarios.
Los precios inflacionarios del petróleo, que ya rebasaron los 115 dólares por barril (la mezcla mexicana rebasó ya el tope de los 90 dólares), inevitablemente incrementan los costos de producción y los precios de los alimentos han escalado, a tal punto, que un dólar hoy compra 30 % menos alimentos que hace un año.
Otro factor que presiona al alza el precio de los alimentos es la ampliación, en el uso de la tierra agrícola, para la producción de biocombustibles. El 25 por ciento del maíz estadounidense, principal productor del mundo, se destina a la producción de etanol. Utilizar alimentos para alimentar automóviles y no seres humanos, no solamente es reprobable éticamente sino que es un factor fundamental para explicar el encarecimiento del maíz y sus productos derivados.
Por supuesto que no podemos dejar de lado, en la explicación de la crisis alimentaria actual, tanto la política de enormes subsidios de las grandes potencias capitalistas a sus productores agrícolas, que distorsiona precios y contraviene la ideología de la libre competencia a la que obligan a las naciones dependientes, como la vigencia de tratados de libre comercio entre economías con desigualdades abismales.
El libre comercio sin control social es el principal mecanismo que está desplazando a los agricultores de sus tierras, y es el principal obstáculo para lograr desarrollo y una seguridad alimentaria nacional. Sólo desafiando el control que las transnacionales ejercen sobre el sistema alimentario y el modelo agro exportador que auspician los gobiernos neoliberales, es como se podrá detener la espiral de pobreza, hambre, migración rural y degradación ambiental.
Un elemento que cada vez adquiere más relevancia es el del cambio climático y sus consecuencias en todos los órdenes de la actividad económica y, en general, en el hábitat en que se desenvuelve la vida humana. La crisis agrícola se agudiza en la medida que el cambio climático disminuye los rendimientos vía sequías o inundaciones, como lo podemos constatar en todas las entidades de la República.
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