Carlos Fazio
La semana pasada, en Cancún, la alianza ultraconservadora entre Felipe Calderón y Álvaro Uribe quedó sellada. Al dar su respaldo al pelele fascista de Washington y exonerarlo tácitamente de su acción genocida en el Sucumbíos ecuatoriano, donde fueron asesinados cuatro jóvenes mexicanos y Lucía Morett resultó herida, Calderón exhibió su verdadero rostro. No hay posibilidad de equívocos porque, más allá de la comunión ideológica que ambos profesan, el mexicano conoce los inobjetables vínculos de Uribe con la narco-parapolítica y la saga del terrorismo de Estado colombiano.
Digamos bien claro: Calderón sabe que los principales alfiles de Uribe están en prisión por sus escandalosos nexos con los cárteles de la droga y los grupos paramilitares. Es consciente de que, además de los 28 congresistas presos, otros 51 están siendo investigados por la Suprema Corte por sus pactos secretos con los grupos ilegales, y que varios están acusados de haber participado en masacres y secuestros.
Calderón no ignora que los ocho partidos que llevaron a Uribe al poder están siendo investigados por sus vínculos con la mafia y el paramilitarismo, y que 90 por ciento de los congresistas acusados son uribistas. Sabe también que su amigo Uribe y sus compinches los Santos –uno vicepresidente y el otro ministro de Defensa de Colombia, ambos vinculados al diario El Tiempo– no pueden ocultar sus nexos con el narco-paramilitarismo que sucedió a los cárteles de Medellín y Cali y mediante un fraude electoral tomó por asalto el Palacio de Nariño en 2002.
Desde entonces, gracias a una amplia alianza de conglomerados económico-financieros y sectores del capitalismo agrario y latifundista, en la que convergieron las mafias unificadas del narcotráfico y el paramilitarismo, Uribe logró una descomunal concentración del poder en la autoridad presidencial, lo que, sumado a su talante autoritario, le ha permitido ejercer sus dos mandatos con atribuciones absolutistas de naturaleza cuasi monárquica. En ese contexto, su política de seguridad democrática es una restructuración de la antigua doctrina de seguridad nacional de cuño estadunidense, mediante la cual, y so pretexto de combatir el narcoterrorismo de las FARC (como sustituto del fantasma comunista), “justifica” las ejecuciones extrajudiciales y los crímenes de Estado.
La careta “democrática” de Uribe no admite el menor análisis. Son públicos los nexos orgánicos de la familia Uribe con los antiguos cárteles de Medellín y Cali. También el patrocinio de la última generación de grupos paramilitares en su natal Antioquia.
No es ningún secreto que el padre del mandatario colombiano, Alberto Uribe Sierra, se convirtió de agiotista en testaferro de propiedades de narcotraficantes, en particular del clan Ochoa, y que a mediados de los años 80 en la hacienda familiar recibían entrenamiento grupos paramilitares. Asimismo, son conocidos los nexos del joven Álvaro Uribe, entonces alcalde de Medellín, con el capo Pablo Escobar Gaviria, a quien benefició también autorizándole pistas clandestinas cuando se desempeñó como director de Aeronáutica Civil.
Ya como gobernador, Uribe promovió las Cooperativas de Seguridad Rural, Convivir, grupos irregulares que cometieron matanzas, desapariciones y secuestros con fines políticos. En 1999 su hermano Santiago fue investigado penalmente por la creación de un escuadrón de la muerte conocido como Los Doce Apóstoles, con sede en la hacienda La Carolina, Antioquia, cuya propiedad comparten ambos.
No parece un dato baladí que el hermano del mandatario fue exculpado, mediante un “auto inhibitorio”, por el fiscal Luis Camilo Osorio, actual embajador en México.
Calderón sabe, pues, que el fascismo histérico de Uribe y la alianza de clase que lo sostiene están erigidos sobre 3 mil 500 masacres, 4 mil fosas comunes, 15 mil desaparecidos y 6 millones de desplazados internos. Y lo peor es que desde que asumió el cargo subrepticiamente en Los Pinos, rodeado de militares y policías en el primer minuto de diciembre de 2006, Calderón adoptó el “modelo Uribe”. Por eso no hay contradicción.
La participación de México en las cumbres de la Organización de Estados Americanos en Washington y del Grupo de Río en Santo Domingo fue una maniobra diversionista. En ambos foros, Álvaro Uribe quedó aislado. Los cancilleres y mandatarios de la región se negaron de manera unánime a enmarcar el conflicto armado interno colombiano en la lógica antiterrorista de la administración de Bush, definiendo la confrontación entre el gobierno de Uribe y las guerrillas de las FARC como una guerra de carácter irregular. Ahora quedó claro que la posición mexicana fue oportunista y mentirosa. El propio Calderón, al definir a las FARC como un “grupo terrorista”, exhibió su fariseísmo.
Uribe y Calderón se parecen. Ambos utilizan la mentira como punta de lanza de una diplomacia funcional a los intereses geoestratégicos de la Casa Blanca. Uribe sólo habla de guerra y odio. Calderón parece seguir sus mismos pasos. Por eso, de repetir el camino del colombiano, podría llevar a México al terrorismo de Estado. Los resultados están a la vista: de la mano del Plan Colombia, diseñado y financiado por Estados Unidos, Uribe convirtió a su país en el Israel de Sudamérica, la nación receptora de mayor “ayuda” militar del Pentágono, cuya “misión” ahora es vietnamizar la subregión andina.
A su vez, mediante la Iniciativa Mérida, Calderón va camino de convertir a México en otro enclave militar del imperio; en una república bananera. No toma en cuenta que Colombia es un polvorín social a punto de estallar y que la satanización del adversario como “enemigo interno”, según los manuales de Washington, puede llevar al país a una fase de colombianización, dominada por el militarismo y el estado de excepción.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario