Pablo M Fernández Alarcón
La mentira es siempre, como objeto de estudio, mucho más interesante que la verdad. La verdad sólo nos dice apenas lo que se cree como cierto. La mentira, en cambio, nos explica lo que al mentiroso le gustaría que realmente fuera.
La actual demonización de Chávez, y con él de todo el proceso político venezolano, está rodeada de mentiras, mentiras sutiles y groseras, mentiras piadosas y complejas, mentiras peligrosas o ingenuas. Mentiras y mentiras y mentiras a las que nadie quiere buscar explicación.
Las mentiras siempre son mucho más interesantes que las verdades. Porque las mentiras –especialmente cuando son muy burdas- siempre tienen algo detrás, algo que a menudo arroja una débil luz –tenebrosa pero suficiente- sobre la verdad que tratan de ocultar.
El mero repaso de la causa contra Chávez tanto a través de los sesudos editoriales de los periódicos más serios como de los más ligeros comentarios de foros y tertulias deja resultados sorprendentes.
El primero de ellos tiene que ver con la oposición interna en Venezuela, es decir, la crítica de la minoría venezolana a su gobierno. Esta crítica de la oposición se basa sorprendentemente casi de forma exclusiva en una cuestión racial. Haga la prueba quien lo dude... resulta muy difícil encontrar críticas internas al gobierno venezolano que no incluyan el insulto racial. No está en general la oposición venezolana ocupada en sutilezas jurídicas sobre legitimidades, constitucionalismos ni políticas sociales. La cosa está más por aquello de “al mono de Miraflores hay que darle bala”. Es como si entrar a discutir cuestiones legales, logros sociales o legitimidades de gobierno fuera colocarse a las puertas de la traición a la causa de la raza criolla (no sé, también pudiera ser por la cantidad de cosas que, ahora se me ocurre, tendrían que callar).
A primera vista no es ese el tono en España. Aquí hasta hace poco la acusación era de populista. Una desconfianza como de olfato, como de asquito burgués. Populista es, según la Real Academia de la Lengua, “perteneciente o relativo al pueblo” lo que a lo peor entronca más de lo que parece con el planteamiento anterior. Nadie en esa acusación era capaz de concretar exactamente qué significado peyorativo tenía eso de ser “perteneciente o relativo al pueblo” pero yo creo que era más bien una derivación estética egocéntrica y etnocéntrica: No nos gustan las formas latinoamericanas, qué le vamos a hacer. Nosotros somos europeos, sensatos y moderados. Es verdad que, comparados con la población mundial, chillamos como berracos sin distinción de clase o ideología y que –con muy poquito más de distinción- nos encanta ver la mala educación autoritaria y ejecutiva resolviendo las cosas a gritos y por las bravas. Ya lo dice el anuncio, “aquí se vive como se bebe”. Tal vez eso pueda explicar el regocijo íntimo popular ante tan diplomática cagada como la producida por Su Majestad al socaire de los más íntimos intereses que lo sustentan.
Pues, en efecto, ahora las cosas han cambiado. Se palpa en los editoriales, Chávez ha dejado de ser un payaso, ahora es un peligro. Se han abierto en España nuevas acusaciones en la programada demonización del chavismo. Y por la uniformidad de tanta labilidad argumental –la estupidez es infinita, es verdad, pero no se le puede negar su carácter florido y variopinto- esto parece tener que ver con el hecho de que la libertad de expresión en España se haya convertido en el exclusivo derecho a mentir de los medios con grandes ingresos publicitarios, para quienes las escasa multas siempre son rentables. Mentir se ha convertido en este país en un lujo al alcance de los grandes medios. El precio de la mentira es el exacto para no desanimar a los medios ricos de ejercer tan acreditado ministerio y, eso sí, prohibir a los pobres combatirlo. Todo se puede decir menos la verdad.
Sin ir más lejos el otro día condenaron a un cantante por decir que Su Majestad era un parásito. Le condenaron a pagar la cantidad justa para arruinarlo, una cantidad lo suficientemente razonable –no obstante- como para que si, por improbable ventura, le fuera aplicada a Don Miguel Ángel Rodríguez –portavoz del Gobierno en tiempos de Aznar- por mentir cuando ese mismo día dijo, así como de paso, en una televisión privada española que Daniel Ortega era un “dictador”, pudiera pagarla sin despeinarse (ya sólo nos indigna lo estrambótico, decir que Daniel Ortega es un dictador... Acusar de dictadores a los que gobiernan tras ganar las elecciones nos parece injusto, pero ¿qué nos parece entonces llamar dictador a quienes como Ortega dejan de gobernar tras perderlas?).
Es en este campo de juego trucado donde resulta realmente interesante comprobar cómo se han abierto paso algunas mentiras que no por groseras dejan de ser repetidas en una variable pero siempre divertida ambigüedad.
La mejor es la de la intención de Hugo Chávez de “perpetuarse indefinidamente en el poder” que postula la reforma constitucional en Venezuela. Nadie dice que dicha reforma constitucional hace igual el sistema de elección de la presidencia del gobierno al que existe en España. Sólo para la presidencia del gobierno, claro, porque para la Jefatura de Estado en Venezuela seguirá siendo un cargo electivo –no como en España que es por sexo y nacimiento- y los cargos ejecutivos de menos rango seguirán siendo limitados –que hay que ver lo bien que nos vendría en nuestro rancio poder local una cosa así-.
¿Por qué se miente? Ante tanto interés manipulador ¿no resulta extraño en un país tan suspicaz como el nuestro que nadie esté interesado en la respuesta?
Parece claro que la reconciliación racial no resulta fácil en Venezuela, allí resulta imperdonable -a los que tienen el poder nuestro de cada día- dejar que cuatro desarrapados mestizos buhoneros se arroguen el derecho de tener peso político, pero ¿qué le ha hecho Chávez a los españoles? Lo preocupante de la manipulación contra Chávez es que una gran parte de la izquierda social española parece haber sido arrastrada hacia la crítica más burda y falaz.
Si uno lo observa con cierto detalle, parece que el núcleo de la acusación de la sociedad bienpensante española se centra en el talante autoritario de Hugo Chávez que contagiaría todo el proceso venezolano: Chávez cierra televisiones, acosa policialmente a la oposición, manda a policías enmascarados a asesinar jóvenes... En suma, Chávez es tan sólo un dictador esencial que circunstancialmente gana elecciones.
Yo mismo he tenido que oír en privado a algún que otro mamporrero sindical español tildar a Chávez de fascista acogiéndose a la definición del diccionario que lo iguala a autoritario. Y no puedo evitar preguntarme qué dirían algunos de estos progresistas que ahora han descubierto en los Presupuestos Generales del Estado la lealtad monárquica si en Venezuela se condenara a dos dibujantes por presentar a Chávez en una posición obscena, qué cánticos no se darían en los editoriales más independientes de la mañana a la libertad de expresión. Por no hablar de que se hubieran cerrado periódicos y radios en rápidos procesos judiciales –con regalo de docena de huevos al ministro del interior de turno- como ha ocurrido en España sin que nadie se despeine. Como nadie se despeinó –tampoco el Tribunal Constitucional- cuando se prohibió un partido político por su vinculación política -no penal- con el terrorismo.
En suma ¡Qué no dirían los comentaristas españoles si en Venezuela se atrevieran a hacer lo que con tanta naturalidad se hace en España! (Y eso sin ponernos amarillos... Porque ¿se imaginan los editoriales si un soldado venezolano hubiera matado a un chico de dieciséis años por intentar ir a una manifestación en defensa de los derechos de los extranjeros? ¿Qué responsabilidad directa no tendría el propio Chávez?).
Es verdad que para estos compatriotas nuestros del Progreso y la Democracia nacional los extranjeros no son siempre empresarios y es verdad también que para ellos el golpismo no es terrorismo. Es verdad, básicamente, que para estos compañeros de viaje del neoconservadurismo más militante -y militar- lo único que no se puede hacer en el sistema legal español es decir impunemente la verdad.
Se puede mentir, eso sí, como también lo hizo un representante de empresarios anónimos en una entrada intempestiva en directo en un reciente debate de TV afirmando –contra lo expresamente escrito- que la nueva Constitución abolía la propiedad privada (mientras chillaba como un poseso advirtiéndonos: ¡Son comunistas!) .
Era un empresario anónimo, pero, eso sí, español. Y sólo por ello ya tenía derecho a decir lo que quisiera en TV sin ni siquiera identificarse. Ya decía André Malraux que las empresas, cuando ven peligrar sus intereses, sienten “una conciencia intensa de la nación a la cual pertenecen”. Mucho mayor que a la hora de pagar impuestos.
Pero lo que de verdad no deja de alucinarme en la ciudadanía española –tan castigada en efecto por esos monstruos financieros engordados con su sacrificio- es que de pronto hayan descubierto en el fondo de su corazón una conciencia política feudal que les hace gozar en riguroso diferido de los éxitos de sus empresarios. Yo suponía que no había que ser un fanático radical de izquierdas de esos que creen en la Declaración de los Derechos del Hombre para darse cuenta de que la actuación de dichas empresas en esos mundos de Dios sería aún más despiadada con sus trabajadores que en España y aún menos preocupada por sus consumidores. Si eso era posible, claro.
Pues no. Resulta que los ilustres ciudadanos de la nación que se honra en haber dado patria a todo un mister PESC han descubierto de pronto que las incontables –para ellos- plusvalías en millones de Euros que estas empresas obtienen plus ultra son de alguna manera carne de su carne. Y como tal las defienden mientras repasan los suplementos salmón donde cotizan los fondos de pensión que otros gestionan desde que ellos renunciaron a hacerlo.
Porque a lo mejor el arquitrabe de tanta estulticia es darse cuenta de que a veces las mentiras se cuentan no para creérselas sino sólo para repetirlas. Que, muy a menudo, las mentiras no tienen otra finalidad que la de dar una coartada a la conciencia y a la frustración. Mejor tonto que cobarde ¿no? Mejor que fascista, desde luego.
Y es entonces cuando cobra todo el sentido que lo único prohibido sea decir la verdad.
Pues la verdadera cuestión que aquí se dilucida es ¿de verdad nadie sabe entre los españoles de bien por qué Chávez tiene mala prensa? ¿De verdad nadie imagina lo que pasa cuando dejas de obedecer a las principales instituciones mundiales, no colaboras con los principales gobiernos mundiales, tienes petróleo y no dejas que lo administren las principales empresas mundiales?
O es que, simplemente, hay demasiada gente en España que en la oscuridad de su cuenta corriente piensa que Chávez se está gastando nuestro dinero en Venezuela –esas migajas vergonzantes tantas veces prometidas y tan pocas veces dadas- en dar educación, dignidad y justicia a su pueblo.
Y sólo porque en realidad el petróleo no era de Repsol, sino que era de los venezolanos…
Un verdadero populista. Un autoritario.
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