Casi termina noviembre y el portal existencial de la celebración de los muertos da paso a los vientos fríos del norte. Alcanzamos casi así la máxima inclinación de 23 grados 27 minutos del plano ecuatorial de nuestro pequeño gran planeta movimiento que aleja y esconde gran parte de su hemisferio norte, en el que vivimos, a la luz y el calor del sol.
Me recuerda de los juegos que de niños gozábamos, y reitero niños pues las niñas no jugaban con trompos. El zarpazo a tierra y el vertiginoso girar del trompo de madera de guayabo, la más dura e impenetrable, asemejando la rotación de nuestra Madre Tierra. Y así como el juguete aumentaba sus grados de inclinación al perder fuerza su girar, así nuestra Madre Tierra se inclina y se inclinará más al cabo de los éons hasta algún día detenerse. No es por eso que esté más cerca esta catástrofe pues hablamos de miles de millones años y para entonces nuestro paso por el mundo será tan solo una memoria en el cerebro de algún dios, como dioses somos todos y recordamos lo que en la mente es sólo un pensar distante y momentáneo; la memoria tal vez de otro planeta lejano que una vez tuvo seres que en su insensatez, mezquindad, ignorancia y desmedida ambición se extinguieron lenta, inexorablemente.
Arq. Eduardo Bistráin
PD Redistribución permitida.
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