Por Alberto Híjar
En la víspera del décimo aniversario de la navideña masacre en Acteal, se alebrestan los interesados, las víctimas y los victimarios. El responsable mayor, Ernesto Zedillo, declara en un foro empresarial la prescripción del caso, intelectuales alquilados por el Estado como Aguilar Camín y Gustavo Hirales se empeñan en demostrar que todo fue enfrentamiento entre campesinos rivales, Herman Belinghausen hace un pormenorizado relato de la preparación político militar para formar paramilitares a la par del desplazamiento sordamente violento de comunidades enteras, todo bajo control contrainsurgente del Estado y en especial del Ejército.
Todo esto constituye un caso que permite precisar la condición despótica del Estado definitivamente opuesto a la nación compleja e incluyente. El Estado, ese que James Petras califica de prenacional, presenta brutalmente la reducción de la nación a una clase y a los grupos empresariales beneficiados de la injusta repartición de la riqueza. La soberanía nacional, por consiguiente, resulta conculcada y es sustituida por la coordinación administrativa del Imperio global con los aparatos de Estado, incluyendo los partidos políticos financiados y reglamentados para este fin. La dimensión económico-política, militar y paramilitar ideológica, parlamentaria y diplomática, integran un poder de clase y de grupo con alta capacidad de subsunción de las luchas populares.
Acteal prueba el límite de la resistencia popular reducida a lo simbólico y sin capacidad de prevenir y menos de detener las masacres anunciadas. Grave para las luchas populares es que lo mismo ocurra con las mazahuas y con la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca. Mayor perspectiva de poder popular concreto no ha habido como no hay más beligerancia que la de los pueblos de Atenco. Las mazahuas armadas presentaron el embrión de ejército de liberación, cerraron el suministro de agua al Distrito Federal y al fin fueron desalojadas para luego escarmentarlas con el encierro durante año y medio de una de sus dirigentes. La saña judicial contra Magdalena García amparada por un juez para ser reprocesada por la revisión interpuesta por la Procuraduría del Estado de México, sólo se explica por la necesidad de escarmentar a toda una organización y al Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra reducido a la tenaz resistencia denunciante de plantones y marchas que no conmueven a los impartidores de injusticia. Aislar a Acteal de todo esto, del afán negociador perredista para demandar a los incautos invasores de la Catedral junto con el ultraderechista abogado católico aliado de la Mitra, impide prever los pasos de la lucha popular.
Las afectaciones son terribles para las víctimas. Las consecuencias no las borra el tiempo sino las afirma. Lo sabemos quienes hemos sufrido secuestro, tortura, desaparición forzada y más aún quienes han sobrevivido a una masacre con la crueldad extrema de despanzurrar embarazadas, desmembrar, cortar cabezas, asesinar niños. El trauma profundo se reproduce con el despojo de lo más indispensable incluyendo la libertad de los injustamente presos. Las sentencias de 67 años contra Nacho del Valle, Felipe Alvarez y Hector Galindo recluidos en el centro de extermino de La Palma, la condena a 49 años y seis meses contra Jacobo Silva Nogales en el mismo penal y de su esposa Gloria Arenas Agis hacinada en una celda de Chiconautla, son las evidencias más notorias sumadas a las de alrededor de 350 presos y presas estrictamente políticos. El caso Acteal debiera revelar toda esta porquería para contrastarla con la impunidad de los grandes culpables de fraudes, tráfico de influencias y asesinatos masivos en una política de Estado donde todo es negociable entre partidos, hasta la permanencia del repudiado criminal de Oaxaca, Ulises Ruiz, o del amigo de empresarios maquiladores pederastas como los de Puebla y Veracruz o el petimetre del gobierno del Estado de México. Con ellos y para ellos, los policías y soldados violadores y torturadores han sido exculpados.
Con las televisoras y sus industrias culturales, los partidos políticos reducidos a cobradores de cuotas de poder y la diplomacia de la globalización, se construye una ideología de la exculpación, de la falsa filantropía en ayuda de las víctimas de desastres nada naturales, a cambio de eludir impuestos fiscales. Una cultura no tangible del conformismo acompañado por la denuncia de los abajofirmantes y las movilizaciones simbólicas, da por fatales la injusticia propia de tribunales, jueces y ministerios públicos sometidos a las razones de Estado. No hay manera de que la verdad histórica y social conmueva y modifique los juicios de quienes viven de espaldas al pueblo y sus comunidades sufrientes. La reducción de la nación por la clase dominante, se reproduce en esta sumisión que les resulta natural a quienes reciben cuantiosas gratificaciones no siempre legales para desentenderse de los sufrimientos de los explotados indefensos porque carecen de registros notariales, acuerdos institucionales, credencializaciones y certificaciones de Estado que sólo actúa con ellos cuando se trata de perjudicarlos.
Antes del pesimismo y la proclama revolucionaria, queda la esperanza de la solidaridad aunque sea frenada por el desinterés internacional, aún de los gobiernos progresistas que siempre ven a México como excepción democrática intocable por su lugar estratégico frente a Estados Unidos. Ni en los más graves disensos recientes con Cuba y Venezuela, se ha insinuado la denuncia de nuestros presos, masacrados y victimados. A la tradición de comités de solidaridad mexicanos no se ha respondido jamás con los correspondientes en cualquier otro lugar del mundo, salvo las organizaciones motivadas por el EZLN. Tenemos que ejercer nuestra precaria soberanía popular pese a todo y no se ve por dónde ser efectivos mientras avanza el poder dispensador antinacional y dictatorial.
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