Carlos Fazio
Atrapada en medio de fuertes restricciones presupuestarias, y vulnerable al “fuego amigo” de la guerra en Irak y a las hostilidades entre demócratas y republicanos en un año electoral, la llamada Iniciativa Mérida recorre un tortuoso camino en Wa-shington, pero al final pasará, con certificaciones incluidas, porque se trata de una herramienta de penetración de la nación imperial que, entre otros objetivos, persigue la militarización de México y mayor dependencia de las instituciones armadas del país al Pentágono y a la “comunidad de inteligencia” de Estados Unidos.
El paquete de “ayuda” militar propuesto por la administración de Bush en octubre pasado –mejor conocido como Plan México, dado que es una réplica del Plan Colombia– fue aprobado por el Senado estadunidense el pasado 22 de mayo con una serie de condicionamientos y un sensible recorte en su monto. Inicialmente, la solicitud enviada al Congreso era por 500 millones de dólares para el año fiscal 2008, que termina el 30 de septiembre. Pero el Senado otorgó sólo 350 millones de dólares, y además la entrega a México en “especie” de equipo y tecnología de comunicaciones, control de droga y migratorio (hardware y software de inteligencia, escáneres de rayos gama y rayos equis, bases de datos para control biométrico, etcétera), aviones CASA-235, helicópteros Bell-412 (usados) y eventualmente S-70A (o 60L Black Hawk) artillados, barcos patrulleros y adiestramiento policial y militar, quedará sujeta a una serie de fiscalizaciones impuestas por el Capitolio.
Los condicionamientos incluyen una serie de reformas legales y judiciales en México y la elaboración por parte de Washington de una base de datos “para el escrutinio de las corporaciones policiales y militares mexicanas”, a fin de garantizar que quienes reciban la ayuda no estén involucrados en violaciones de derechos humanos o en actos de corrupción. La iniciativa prevé que el Departamento de Estado certifique que México está haciendo cumplir las prohibiciones contra el uso judicial de testimonios obtenidos mediante tortura.
Asimismo, deberá asegurarse de que las fuerzas armadas de México transfieran a fiscales del fuero civil todos los casos de militares involucrados en acusaciones de violaciones a derechos humanitarios. No obstante, el proyecto de ley del Senado deberá ser consensuado ahora con la Cámara de Representantes antes de ser devuelto al presidente Bush, quien podrá promulgarlo o vetarlo. La coyuntura exhibe a un jefe de la Casa Blanca políticamente débil que deberá negociar el paquete con el liderazgo demócrata en la Cámara Baja, donde podrían surgir algunos cambios.
Tras conocerse la resolución, algunas voces señalaron aquí que la nueva fase de “certificaciones” implicaría una “renuncia” a la soberanía nacional. Se denunció también el descarado injerencismo y la rotunda hipocresía de la iniciativa estadunidense, que retrotrae la relación bilateral a los días en que el Departamento de Estado premiaba o castigaba a otros regímenes, no en función de su compromiso con las garantías individuales o por su lucha contra el crimen, sino a partir de afinidades o desencuentros políticos e ideológicos, o bien como forma de ejercer presiones intervencionistas.
Ahora, como antes, al viejo dicho de sentido común universal de “el que paga manda” se suma el déficit de legitimidad de la administración de Bush, campeona de la violación de derechos humanos en el mundo, como ha quedado probado con las atrocidades cometidas por su personal militar en la cárcel de Abu Ghraib (Irak) y en el campo de concentración de Guantánamo, amén de los vuelos secretos de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), transportando prisioneros secuestrados, cuya suerte se desconoce.
Hasta ahora, Felipe Calderón no ha emitido ningún comentario sobre los monitoreos propuestos por el Senado estadunidense a la Iniciativa Mérida. La razón es sencilla: desde antes de ser declarado presidente electo, el Comando Norte del Pentágono le había impuesto a Calderón el plan militar con todo y sus condicionamientos, porque México es una pieza esencial del “perímetro de seguridad” de Estados Unidos, al que nuestro país fue “integrado” de facto. Es más: en parte, el Plan México ya viene operando en el contexto de la Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte (ASPAN, marzo 2005), a través de los llamados operativos espejos y la existencia de un intercambio de información de inteligencia en tiempo real de los organismos de seguridad de ambos países.
A la doble moral de Estados Unidos se añade el hecho de que el régimen calderonista ha venido manejando el paquete que aumentará la dependencia militar de México, como un “acuerdo de voluntades”, “compromiso político” o “esquema de cooperación bilateral” de nivel ejecutivo, artilugio para ponerlo al margen del artículo 76, fracción I de la Constitución, que establece como facultad exclusiva del Senado mexicano analizar la política exterior desarrollada por el Ejecutivo federal y aprobar tratados y convenios internacionales.
Así, el Plan México, definido por el embajador de Estados Unidos, Antonio Garza, como el “proyecto más agresivo” jamás impulsado por la Casa Blanca en el Hemisferio Occidental, carece aquí de control legislativo. El hecho es muy grave. México cede soberanía en áreas estratégicas que tienen que ver con la seguridad nacional. Calderón adoptó la agenda de Bush y su óptica militarista. Y no manchen: los cacareados principios de “confianza mutua”, “responsabilidad compartida” y “reciprocidad” entre dos países asimétricos como Estados Unidos y México es una humorada que intenta desafiar la ley que rige la relación entre el tiburón y la sardina.
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