Adolfo Sánchez Rebolledo
Descontando los gestos amistosos y las palabras de cortesía, Obama tomó la iniciativa para decirle a su homólogo lo que ya era un secreto a voces: que el próximo gobierno estadunidense se propone “mejorar” el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), un verdadero tabú para las últimas administraciones mexicanas. Todavía hace poco, ante sus pares latinoamericanos, Calderón se presentó como un ferviente defensor de un mundo sin barreras comerciales y criticó severamente a quienes alzaban, presumiblemente desde Estados Unidos, el espantajo del “proteccionismo”. En los hechos, todas las propuestas para revisar el TLCAN planteadas por grupos de productores o consumidores nacionales fueron rechazadas con cajas destempladas, bajo el razonamiento de que la menor rectificación de los acuerdos podría traducirse en una restructuración aún más desventajosa para los intereses generales de México. Con esa idea en mente, todavía al final del viaje, Calderón resumió así el intercambio con Obama: “No hablamos del tema de reapertura o renegociación. Él conoce muy bien nuestra postura y lo inconveniente que es para ambos países reabrirlo o renegociarlo. Yo creo que hay mucho que avanzar, pero no necesariamente sobre la base de destruir lo logrado” (sic).
Hoy, aun si el término “mejorar” no fuera un eufemismo, es evidente que Estados Unidos quiere un cambio, pues los temas a los que se alude son vitales para el futuro, mientras el gobierno mexicano, a la cola de los acontecimientos, sigue celebrando el pasado a la espera de una mejoría convencional en las relaciones bilaterales en materia de migración y seguridad. Una vez más, México llega a la cita con la potencia vecina sin ideas claras sobre el futuro de sus relaciones con ese país. Calderón habló con Obama de una “alianza estratégica”, pero esas palabras –y otras pronunciadas en distintos foros– no permiten saber a qué se refiere, sobre todo cuando la crisis nubla las certezas del presente y cancela las viejas seguridades del pasado.
Sin embargo, ese tipo de ejercicio es el que distingue a los reformadores de los pequeños administradores. Pero lo primeros no abundan. Mientras en Estados Unidos se oberva, digamos, un cierto reacomodo de su visión en torno a Latinoamérica, aquí se sigue pensando que todo se reduce a la reactivación de la economía para volver a la normalidad, como si el mundo pudiera salir indemne de la destrucción de riqueza a la que hoy se encamina sin experimentar con nuevos argumentos. Pero en México tales inquietudes pasan de noche. Si observamos el “debate” actual entre las elites se advertirán las enormes dificultades sicológicas e intelectuales a las que están sometidos los ideólogos enquistados en la administración pública para pensar en cualquier opción que no encaje con el dogma del pensamiento único. Incapaces de reconocer, como ha planteado Federico Novelo Urdanivia en su libro Hacia la economía política de las migraciones México-Estados Unidos, el fracaso de la apuesta por la exportaciones como factor dinamizador del desarrollo, menos están dispuestos a asumir que bajo la picota está “el propósito no declarado” del TLCAN: “el de otorgar irreversibilidad al programa económico secundario-exportador, con los límites autoimpuestos a la intervención económica gubernamental y con la imperturbable confianza en las bondades del mercado”.
Dicho de otra manera, mientras en Estados Unidos emerge una visión revisionista del viejo modelo neoliberal, incluyendo la fe irrestricta en el comercio y en las finanzas sin regulaciones, en México la defensa del capitalismo sigue sostenida en los viejos prejuicios asumidos como verdades inconmovibles, no obstante los arranques “estatistas” o “populistas” consagrados en el discurso corporativista de la última hora. La carencia de una visión histórica, de Estado, define la crisis ideológica en la que hoy nos hallamos inmersos. Y mientras en el imperio se comienza a hablar de “estados fallidos” o de la eventualidad de un “colapso rápido” de las frágiles instituciones nacionales, las elites que dominan, gobiernan y dirigen el país siguen embarcadas en la autocomplacencia, en ese distanciamiento de quien se sabe (tal vez estúpidamente) a salvo de la catástrofe, sin mirarse en el oscuro espejo de la desigualdad que nos caracteriza. Desde ese punto de vista, el problema, en efecto, no consiste en abrir o cerrar este o aquel capítulo de un tratado comercial, o en exigir mayor compromiso de la parte estadunidense en la guerra contra el narcotráfico, punto que inevitablemente estará entre los temas de su propia seguridad nacional (con sus eventuales efectos “estratégicos”), sino en reflexionar con absoluta frialdad y patriotismo qué espera México de sus relaciones con el norte y el resto del mundo.
No se trata de convencer a los incrédulos ciudadanos del planeta de que en este país, con varios miles de muertos y decapitados al año, vivimos bajo el estado de derecho en plena normalidad democrática, sino de poner al día un proyecto nacional que permita reconstruir la convivencia interna y las relaciones con el mundo. Claro que no es fácil lograrlo. La inseguridad, la pobreza como estigma y futuro inevitable de millones, se alzan como punzantes amenazas para todos. A querer o no, la violencia contamina la vida pública, la degrada.
PD. Vayan mis recuerdos a la memoria de Augusto Urteaga, antropólogo, escritor y amigo, quien halló en Chihuahua su propia utopía.
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