jueves, enero 15, 2009

Siete años de torturas y mentiras

Andy Worthington
CounterPunch

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández

Hace siete años, el 11 de enero de 2002, cuando las fotos de los primeros detenidos vestidos de naranja llegando a la prisión apresuradamente levantada en la Bahía de Guantánamo (Cuba) estuvieron a disposición del mundo de los medios, el secretario de defensa, Donald Rumsfeld, reaccionó ante el extendido sobresalto que se produjo a la vista de los hombres arrodillados, con grilletes, encapuchados, con gafas opacas y audífonos que completaban su aislamiento sensorial, afirmando que “probablemente era algo desafortunado” que esas fotos hubieran visto la luz.

Como tantos otros pronunciamientos de Rumsfeld, no fue sencillo entender bien lo que quiso decir. Parecía estar concediendo que periódicos de derechas británicos como el Daily Mail, que adornaron su portada con la palabra “tortura”, tenían una razón válida para hacerlo así, pero lo que realmente quiso decir en aquel momento fue que no era afortunado haber publicado las fotos porque eso había llevado a que se criticaran las políticas antiterroristas de la administración.

Rumsfeld procedió a dejar claro que no tenía dudas sobre el significado del traslado de los prisioneros a Guantánamo, ni de que el trato que se les daba no tuviera precedentes. Resumiendo, que formaban parte de un experimento novel en las tareas de detención e interrogatorio que implicaba que no eran detenidos como prisioneros de guerra ni como sospechosos criminales sino como “combatientes enemigos”, a los que se podía mantener prisioneros sin acusación ni juicio. Además, estaban también privados de las protecciones de las Convenciones de Ginebra con objeto de que pudieran ser coercitivamente interrogados y para que después, si no facilitaban la información de inteligencia que la administración pensaba que debían facilitar, fueran –como el muy crítico informe del Comité de Servicios Armados del Senado concluyó el pasado mes- sometidos a técnicas de tortura china, aprendidas en las escuelas militares estadounidenses para entrenar al personal estadounidense a que resistieran los interrogatorios en caso de ser capturados.

Pero nada de esto le importaba a Donald Rumsfeld. “Esa gente son terroristas confirmados”, declaró el 22 de enero de 2002, en la misma conferencia de prensa en la que habló sobre las fotos. “Les estamos manteniendo fuera de la calle y fuera de las líneas aéreas y fuera de nuestras plantas nucleares y fuera de nuestros puertos en todo el país y en otros países”. En una visita que realizó a Guantánamo cinco días después, describió a los prisioneros como “los más peligrosos, los mejor entrenados, los asesinos más viciosos sobre la faz de la tierra”.

Siete años después de que se abriera Guantánamo, debería ya estar muy claro que ni Rumsfeld ni el Vicepresidente Dick Cheney, ni el Presidente Bush ni ninguno de los otros apologistas de Guantánamo, que se permitieron parecidas e histéricas retóricas, tenían idea alguna de lo que estaban hablando.

La administración hizo cuanto estuvo en su poder para impedir que nadie de fuera del ejército estadounidense ni de los servicios de inteligencia pudiera examinar las historias de los hombres (ni siquiera que averiguara quiénes eran) para ver si había algo de verdad en sus afirmaciones, pero los detalles fueron poco a poco apareciendo en los largos años que siguieron, dejando claro que al menos el 86% de los prisioneros no habían sido capturados en los campos de batalla de Afganistán, como el gobierno defendía, sino que fueron capturados por los aliados de los estadounidenses en Afganistán –y también en Pakistán- en una época en que los pagos de recompensas, que alcanzaban los 5.000 dólares por cabeza, estaban muy extendidos.

Además, apareció asimismo que se había ordenado al ejército que no celebrara tribunales en campo de batalla (conocidos como “tribunales competentes”) bajo el artículo 5 de la III Convención de Ginebra, que habían venido realizándose de forma próxima al momento y lugar de la captura en todos los conflictos militares desde Vietnam para separar a los soldados de los civiles capturados en el caos de la guerra, y que altos cargos del ejército y los servicios de inteligencia que supervisaron las listas de prisioneros desde una base en Kuwait, a partir de la información del Pentágono, habían ordenado que todos los árabes que estuvieran bajo vigilancia estadounidense fueran enviados a Guantánamo.

No importa, pues, que muchos de esos hombres no tuvieran información de inteligencia útil o “procesable” que ofrecer a sus interrogadores en Guantánamo, y lo espantoso que fue, por tanto, descubrir las técnicas de tortura que se habían implementado en una atroz recuperación de la caza de brujas del siglo XVII para unos prisioneros que aseguraban no tener conocimientos sobre al Qaida o sobre el paradero de Osama bin Laden, y que no se les consideraba hombres inocentes capturados por error, o soldados de a pie reclutados para ayudar los talibanes a combatir una guerra civil entre musulmanes que empezó mucho antes de los ataques del 11-S, que no tenían nada que ver con la pequeña y secreta red terrorista de bin Laden y que no eran operativos de al-Qaida entrenados para resistir los interrogatorios.

Resulta fácil ver los frutos de esas torturas en el copioso número de acusaciones no comprobadas –y a menudo contradictorias e ilógicas- que desmienten las supuestas pruebas del gobierno contra los prisioneros pero, como han mostrado los recientes informes del Weekly Standard y de la Brookings Institution, todos aquellos que asumieron las afirmaciones del gobierno sin cuestionarlas acabaron endosando el tipo de retórica soltada por Donald Rumsfeld cuando se abrió la prisión, ignorando a otros comentaristas cuyas opiniones eran considerablemente menos estridentes.

Entre estos últimos están los funcionarios de la inteligencia que explicaron, en agosto de 2002, que las autoridades no habían pescado a “ningún pez gordo” en Guantánamo, que los prisioneros no eran “tipos de interés” que pudieran saber algo sobre al Qaida que ayudara a los oficiales del contra-terrorismo a desentrañar sus secretos, y que algunos de ellos “no sabían, literalmente, ni que el mundo era redondo”; así como las declaraciones del Teniente General Michael E. Dunlavey, comandante operativo de la prisión en 2002, que viajó a Afganistán para quejarse de que estaban enviando a Guantánamo demasiados prisioneros “Mickey Mouse”.

En el séptimo aniversario de Guantánamo, el desafío a que se enfrenta Barack Obama, mientras se prepara para cumplir su promesa de cerrar la prisión, es tener que desenmarañar esta red de confesiones falsas, separar a los hombres inocentes y a los soldados talibanes de a pie de los auténticos terroristas, deshacer el vilipendiado sistema de juicios de la Comisión Militar que establecieron Dick Cheney y su consejero legal (y ahora jefe de estado mayor) David Addington, y trasladar a los sospechosos de tener vínculos auténticos con al Qaida al territorio continental estadounidense para que sean juzgados por tribunales federales.

Si no se hace así, el prestigio moral estadounidense seguirá empañado. Además, es una misión que no debe sufrir retrasos innecesarios. Como se ha visto claro en los últimos días, al menos treinta prisioneros –en su mayoría yemeníes, que ahora suponen el 40% de la población de la prisión- han emprendido recientemente huelgas de hambre en Guantánamo. Están indignados, y es comprensible, de que Salim Hamdan, conductor de Osama bin Laden, fuera repatriado en noviembre para cumplir la magra sentencia recibida tras el juicio celebrado por la Comisión Militar del pasado verano, mientras que ellos, que no han sido nunca acusados de nada, siguen encarcelados y no hay forma de saber si alguna vez van a ser liberados.

Con Associated Press anunciando que Hamdan ha sido ya liberado y que se ha reunido con su familia, debe admitirse que los huelguistas de hambre tienen razón y que siete años sin recibir justicia es un tiempo impresentablemente largo.

Andy Worthington es un historiador británico y autor de “The Guantánamo Files: The Stories of the 774 Detainees in America’s Illegal Prison”, publicado por Pluto Press. Su página en Internet es: www.andyworthington.co.uk . Puede contactarse con él en: andy@andyworthington.co.uk .

Enlace con texto original:

http://www.counterpunch.org/worthington01122009.html

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