Adolfo Sánchez Rebolledo
En el fondo de la patética disputa entre Chávez y el rey de España, fuera de las consideraciones formales del caso, ronda la no tan fantasmal presencia de las grandes empresas españolas en Latinoamérica, cuyos intereses se expanden bajo el aura de la “historia y la lengua común”, aunque, es cierto, su conducta sencillamente se rige por los valores que son comunes al capitalismo en la era de la globalización: nadie regala nada y cada quien busca acrecentar los propios beneficios. Muy lejos de las cantaletas en torno a la idea de “comunidad”, Hispanomérica es, para ellas, un lugar de negocios más favorable que otros en el ancho mundo de la competencia internacional. Corren riesgos, sin duda, pero obtienen ventajas importantes. De otro modo, como han dicho una y otra vez, no estarían metidas en Bolivia, México o Chile.
España se presenta como la puerta de entrada a Europa, pero sin duda ha aprovechado mejor que sus socios latinoamericanos las oportunidades de una relación hasta cierto punto privilegiada, mimada por algunos gobiernos que buscan en la atracción de esos capitales una variante más confiable y productiva a la tradicional inversión estadunidense o asiática. No obstante que la supuesta franqueza de los capitanes peninsulares parece, en ocasiones, indebida o muy descuidada intervención en asuntos que sólo toca a los nacionales decidir. Es preocupante la pretensión de modular las normas de cada país para que éstas se ajusten a sus pretensiones, con lo cual inciden en asuntos que no les corresponden.
Ayer mismo, un reportaje de Miguel Ángel Noceda, del diario El País, resumía: “La mayor parte de la inversión tuvo lugar en empresas de servicios públicos (telecomunicaciones, finanzas, infraestructuras, energía) y, por tanto, en sectores regulados. Esto provoca el efecto pernicioso de estar sometidas a alta discrecionalidad por parte de los gobernantes populistas, según destaca el economista Mauro Guillén. Los gobiernos de turno tienen capacidad de renegociar contratos o concesiones, de subir las tarifas o congelarlas, de nacionalizar la propiedad”, lo cual molesta sobremanera a los inversores.
Hace unos dias, comentando la posible reacción de las empresas respañolas si “siguen siendo hostigadas”, el jefe de la patronal Díaz Ferrán aclaró que “el empresariado español ha ido a Iberoamérica, en su mayoría, con ánimo de permanencia y de mejorar su actividad, pero no cabe duda de que si hay nuevos gobernantes con poca experiencia, o que buscan otros fines, y que no saben lo importante que es que un país tenga buenos empresarios capaces de crear riqueza y empleo, pues a lo mejor las empresas tendrían que verse en la obligación de mirar hacia otras zonas”.
En respuesta, Hugo Chávez, convertido en enemigo público en España por el exabrupto real, habría reiterado: “Estoy sometiendo a una profunda revisión las relaciones políticas, diplomáticas y económicas con España; las empresas van a tener que rendir más cuentas, voy a meterles el ojo”. Parece obvio.
Y si a ellas se suman las a veces histéricas declaraciones de los oficiosos voceros de la oposición española en defensa de una desfasada, pero persistente visión neocolonial de las relaciones con Iberoamérica, es comprensible que en esta orilla también surjan expresiones de rechazo o desilusión. Y es que si las grandes inversiones españolas en Latinoamérica a fin de cuentas deben medirse con la misma vara que las provenientes de otras latitudes, a qué viene todo el discurso, ese sí ideológico, acerca de la relación privilegiada entre ambos mundos...
La reacción contra el “populismo” ocupa un lugar muy importante en la actual estrategia empresarial, no obstante contravenir las más elementales reglas de respeto hacia las instituciones de países soberanos, tema que en España, a juzgar por lo que se dice en los medios, se ha convertido en una especie de lugar común propio de una democracia cada vez más autocomplaciente con sus propias fallas y errores.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario