Octavio Rodríguez Araujo
Primero una disculpa por no haber asistido a la toma de posesión del rector Narro Robles. Fue por razones ajenas a mi voluntad.
Me quiero referir a la entrevista que apareció en El País el lunes 19 de noviembre, realizada por Beatriz Portinari. Dos preguntas y sus respectivas respuestas son las que deseo destacar. Una de las preguntas fue: “¿Considera posible la idea de una universidad solidaria?” Respuesta: “Absolutamente, y además es necesario. La UNAM es esencialmente gratuita, y cerca de 60 mil de los casi 300 mil estudiantes que tenemos proceden de familias con recursos económicos limitados”. Pregunta: “Sin embargo, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) sugiere la privatización de la educación media y superior de México. ¿Qué opina de esto?” Respuesta: “Con todos mis respetos, creo que expresa un profundo desconocimiento de la realidad mexicana. Tenemos unos niveles de pobreza alarmantes, con uno de cada dos mexicanos viviendo en condiciones de pobreza y uno de cada cinco en situación de pobreza extrema. Lo único que puedo decir sobre esa propuesta es que demuestra su profunda ignorancia”.
El calificativo de Narro obsequiado a la OCDE parece fuerte, pero no lo es de ninguna manera. En 2000 este organismo internacional publicó un texto titulado Knowledge Management in the Learning Society, y en él se mencionaba la importancia del conocimiento para las economías de mercado, así como los tipos de conocimiento que habrían de destacarse para la innovación y la productividad, especialmente para ésta. En el texto se afirmaba, además, que había llegado la hora de administrar “racionalmente” los conocimientos y su difusión, y de revisar sustancialmente lo que hacían y cómo lo hacían los sistemas educativos y las universidades. La orientación, obviamente, era pragmática, es decir, sin importar las condiciones de cada país ni las tradiciones de sus universidades. La idea de la OCDE era y es simple y fácil de entender: el conocimiento es un producto que se vende y se compra en los mercados y, por lo mismo, la racionalidad de las universidades debía (y debe) subordinarse a la de las empresas, muy al estilo estadunidense.
El paso lógico, que ya venía defendiéndose en la OCDE, en el Banco Mundial y en México (por la tecnocracia) desde mediados de los años 80 del siglo pasado, era la privatización de las universidades, que implica, entre otros argumentos, que los estudiantes paguen por aprender, es decir, abandonar la gratuidad de las universidades públicas (como ocurre también en Estados Unidos y en la casi totalidad de las existentes en México).
El Banco Mundial se planteaba la presión a los gobiernos para que ya no subsidiaran la educación, como era el caso mexicano. En uno de sus estudios, titulado Education and Earnings Inequality in Mexico, ya se hablaba de privatizar no sólo la educación superior, sino toda y que el gobierno disminuyera su asignación de recursos a la educación, y que estas responsabilidades recayeran mejor en el sector privado. En otro estudio (Mexico: Enhancing Factor Productivity Growth. Country Economic Memorandum, agosto de 1998) se decía lo mismo, pero con más claridad: la única posibilidad para expandir la inversión en educación superior es con mayor participación del sector privado.
René Drucker, en estas páginas (2/06/99) escribió que “cobrar colegiaturas, instrumentar préstamos a los estudiantes o cobrar las becas, adiestrar profesores como empresarios, vender la investigación, etcétera, son parte de las estrategias del Banco Mundial para modificar las estructuras de las universidades públicas, que se ven actualmente como escollos para las políticas de la economía global… En pocas palabras, las universidades deben transformarse para convertirse en un mercado de valores, cuyo único, o por lo menos primordial propósito, sea poder insertarse en la globalización de la economía.” Y no se equivocaba. Tanto el Banco Mundial como la OCDE y no pocos tecnócratas mexicanos (que estuvieron con el rector Barnés en la UNAM y que no se han dado por derrotados) fueron muy insistentes en este punto y en la supervisión y acreditación externa de los grados académicos por parte de instancias como el Ceneval.
En la Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Educación Superior se aceptaba y se proponía lo anterior en su famoso documento Propuesta de la ANUIES para el desarrollo y consolidación de la educación superior en el siglo XXI, sin descuidar, también en consonancia con el Banco Mundial, la demanda de mayores recursos públicos federales y estatales. En un documento que presentaron L. Rojo, R. Seco, M. Martínez y S. Malo (secretario de Planeación del rector Barnés) a la OCDE, en 1997, titulado Universidad Nacional Autónoma de México, se decía con toda claridad que en los antiguos criterios de calidad no había referencias a quién debía juzgar esa calidad académica y de salida (“there were no references against which to judge the universities academic quality and output”). Para esto se creó el Ceneval que, para el caso de las universidades públicas con autonomía, representaba una intromisión inadmisible y una controversia con la Ley Orgánica de la UNAM que, en su artículo 2-II, establece que la universidad tiene derecho a “impartir sus enseñanzas y desarrollar sus investigaciones de acuerdo con el principio de libertad de cátedra y de investigación”.
El movimiento estudiantil de 1999, que luego fuera desvirtuado en su carácter incluyente por los ultras de entonces, surgió precisamente para oponerse a tales propósitos. No parece casual que siete años después, en el proceso de cambio de rector, ninguno de los candidatos, ni siquiera los que habían apoyado a Barnés, se pronunciara por aumentar las cuotas de inscripción y colegiatura en la UNAM.
El rector Narro Robles, en entrevista con Nurit Martínez, de El Universal (20/11/07), lo entendió muy bien (como Juan Ramón de la Fuente durante su gestión de ocho años) y enfatizó que la reforma promovida por Francisco Barnés en 1999 sobre las cuotas significaba en esos momentos 1.5 por ciento del presupuesto total de la institución. Y añadió: “ésa no es la solución”.
Vamos bien: se ratifica la autonomía y la gratuidad de la UNAM.
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