Gustavo Iruegas/ III y última
Evitar las dificultades que acarrea usar el ejército contra el pueblo sería sencillo si el gobierno no practicara políticas contrarias al interés popular, se abstuviera de reprimir al pueblo y, cumpliendo su verdadero cometido, promoviera el desarrollo nacional. En la realidad actual la hipótesis se reduce al absurdo, pero permite establecer que la cuestión es primeramente política. Solventarla jurídicamente sería más complicado; habría que enfrentarla desde los extremos opuestos del problema.
Una primera medida podría ser que cuando el Ejecutivo se viera en la necesidad de restablecer el orden interno mediante las fuerzas armadas, lo hiciese previa suspensión de garantías de acuerdo a lo previsto en el artículo 29 de la Constitución; observando las limitaciones en las garantías a suspender, el lugar y el tiempo que, en su caso, autorizara el Congreso de la Unión. Esta opción resulta inviable porque el gobierno ha preferido ignorar las garantías antes que suspenderlas. Posiblemente considera que su menguado prestigio se dañaría si tuviera que recurrir a tan excepcional medida y porque en la actual situación política sería casi imposible que el Congreso la autorizase excepto quizá en casos de desastres naturales. El gobierno no recurrió al artículo 29 ni siquiera en los peores episodios de la represión política y social. Tampoco lo ha hecho en circunstancias en las que el ejército ha tenido que llegar a desarmar a la policía local para después, intentar imponer el orden y, generalmente, fracasar.
Aun cuando se recurra a la fuerza armada en el supuesto de que es una medida necesaria para contener la rebeldía o la delincuencia, los militares no están adiestrados para eso y sus esfuerzos resultan, en el mejor de los casos, ineficaces y, con frecuencia, desproporcionados y abusivos. El retén militar que exterminó a una familia, la partida que asaltó un centro nocturno, o los soldados que perpetraron la muerte de una anciana son recientes demostraciones de lo dicho. La simple reticencia castrense a que sean las autoridades civiles quienes se hagan cargo del asunto los convierte en culpables en el juicio sumarísimo de la opinión pública.
Abordar el tema por el otro extremo requiere interpretar el verdadero sentido del privilegio del fuero. Además de su calidad de necesario instrumento disciplinario en el interior de la propia institución castrense, el fuero de guerra debería entenderse como un dispositivo jurídico que contrarreste el privilegio de las armas de que gozan los militares sobre los civiles. Como un orden jurídico sobre el otro, no sustitutivo, sino acumulativo.
En la actual combinación de legislación y práctica, el fuero de guerra se convierte en un recurso para administrar la impunidad. Además habría que agregar en su consideración el hecho de que, aun con fuero de guerra, los integrantes de las fuerzas armadas son también mexicanos en las modalidades de sociedad, pueblo y ciudadanía. Ello obliga a que en la cúspide del sistema judicial exista un tribunal que supere las contradicciones entre las dos jurisdicciones y conjugue en uno solo el interés del Estado que incluye el del gobierno, pero debe privilegiar el del pueblo.
En la primera parte de este artículo (La Jornada, 1/11/07) )se expuso cómo el fuero de guerra ha trascendido los diferentes textos constitucionales que han regido la vida nacional sin haber logrado nunca establecer el equilibrio necesario entre las garantías a la población y el mantenimiento del orden interno. Sin embargo, se reservó para este final del texto una disposición que –ironías de la vida– quizá por haber pertenecido a un código centralista y retardatario de fugaz vigencia, ha pasado inadvertido para los interesados en el tema.
Se trata de uno de esos intermezzos que vivió la República entre las constituciones de 1824 y de 1854. Las Bases y Leyes Constitucionales de la República Mexicana de octubre de 1836, conocidas también como “Las Siete Leyes” con las que el gobierno centralista de José Justo Corro impuso un efímero régimen constitucional que culminó con su abolición en octubre de 1841. El título quinto, “Del Poder Judicial”, contiene a su vez una sección quinta, en la que se plasma la figura “De la Corte Marcial”, que no está en otros textos legales mexicanos y que se transcribe por su pertinencia al asunto del fuero de guerra: “artículo 120. La corte Suprema de Justicia, asociándose con oficiales generales, se erigirá en Marcial para conocer de los negocios y causas del fuero de guerra, en los casos y términos que prevenga la ley. Esta designará también el número de ministros militares que debe haber, sus cualidades y el modo de su elección. “Artículo 121. Solamente los ministros militares conocerán las causas puramente militares: de las civiles sólo conocerán los ministros letrados; y unos y otros conocerán de las criminales comunes y mixtas, y de las que se formen a los comandantes generales, por delitos que cometan en el ejercicio de su jurisdicción. Artículo 122. Los ministros militares gozarán de las mismas prerrogativas que los de la Corte Suprema de Justicia.”
De todo lo dicho se colige que a México le hace falta una suerte de Corte Marcial constituida por jueces de la Suprema Corte de Justicia y del Supremo Tribunal Militar. A fin de cuentas, el Ejército, la Fuerza Aérea y la Armada de México forman parte de las instituciones del gobierno y sus miembros son parte del pueblo y todos juntos integran la nación mexicana. Éstos y otros cambios que se requieren en el ámbito militar son materia, como es la institución del Defensor del Soldado –un civil con fuero; un diputado– serán materia de la nueva Constitución, la que impere en la cuarta República.
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