Miguel Ángel Granados Chapa
Hace un año, el 20 de noviembre en el Zócalo, Andrés Manuel López Obrador rindió protesta como presidente legítimo de México, designación que había recibido el 16 de septiembre anterior de la Convención Nacional Democrática (CND), que se reúne de nuevo este domingo 18, tras haberlo hecho el 21 de marzo y el primero de julio.
Al rendir su protesta en una tribuna que quiso recordar la tradición republicana juarista (y que a muchos, no sólo adversarios de López Obrador, sino incluso seguidores suyos, pareció tan impropia como la idea misma del gobierno legítimo), López Obrador anunció un plan de 20 tareas. Sus enunciados fueron tan genéricos que puede argumentarse que se han cumplido, pues el primero, por ejemplo, establece que se debe “impulsar el proceso para la renovación de las instituciones públicas”; aunque también pueda sostenerse lo contrario, que no se ha dado en ningún caso ese impulso imperativo.
Amén de esas 20 tareas, López Obrador propuso crear “una red nacional de representantes del gobierno legítimo”, para contar con el apoyo popular. Dijo entonces, y lo repitió en su libro La mafia nos robó la presidencia, que “un gobierno divorciado de la sociedad no es más que una fachada, un cascarón, un aparato burocrático. Por eso propuse que el gobierno legítimo fuese el pueblo organizado”. Para conseguirlo anunció también que su Presidencia sería itinerante. Desde entonces programó su actividad semanal: lunes, martes y miércoles atendería asuntos con el Frente Amplio Progresista, su gabinete, y recibiría a quien solicitara verlo, y de jueves a domingo recorrería los municipios del país, hasta el total de 2 mil 500. En 52 fines de semana, con alguna excepción como la de hoy y otras anteriores, ese objetivo se ha cumplido.
Son visitas a ras de tierra, para encontrarse con la gente más alejada de los centros de poder y aun de la actividad política, que sigue unida con López Obrador pese a todas las adversidades. El antiguo candidato presidencial ha justificado en nombre de esos ciudadanos el haberse atribuido el carácter de legítimo y el no asumirse como líder de la oposición, aunque en los hechos lo sea. En su razonamiento, encabezar un movimiento opositor significa reconocer la legalidad y legitimidad del gobierno. Y ello frustraría la decisión popular, ciudadana, de contar con su propio presidente, que anule por sí mismo al que las instituciones ungieron como tal y que por ello fue considerado espurio por la CND el 16 de septiembre de 2006, dos semanas después de que el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación declaró constitucionalmente electo a Felipe Calderón.
En estos recorridos López Obrador, que ha previsto reunirse con 5 millones de personas antes de diciembre de 2008 y ha visto ya a más de la cuarta parte de esa cifra, se propone “crear la organización ciudadana más importante que se haya visto en toda nuestra historia y llevar a cabo, desde abajo y con la gente, la transformación política, económica, social y cultural que requiere México”.
Aparte de este objetivo, cuya expresión no está exenta de retórica, López Obrador consigue otro propósito: hacer firmar a quienes así lo desean (y lo hace la mayor parte del público con el que se reúne) una carta compromiso en que se expresa, “de manera voluntaria, libre y consciente, mi adhesión y apoyo al gobierno legítimo de México, cuyos postulados son la protección de los derechos del pueblo y la defensa del patrimonio nacional”. Y tras la enumeración de objetivos por los cuales luchar, como “el establecimiento del estado de bienestar”, cada firmante acepta, “en consecuencia”, “ser representante del gobierno legítimo” y acudir “al llamado o convocatoria que haga el presidente legítimo de México para defender estas causas”.
En un sector del PRD, al que López Obrador pertenece y encabezó, el que lo llevó a la jefatura de Gobierno del Distrito Federal y lo postuló a la Presidencia, se ve con recelo el activismo del excandidato. Quizá creyendo, como el león, que todos son de su condición, lo temen como el germen de una organización de obediencia lopezobradorista, que se formalizara al margen del partido y eventualmente contendiendo en su contra. Es verdad que el padrón de firmantes de la carta compromiso no incluye el número de la credencial de elector, cuyo acopio y registro ocupa a quienes explícitamente reclutan militantes (o miembros nada más) para un nuevo partido. Pero de tener razón los suspicaces o temerosos miembros de tal segmento de la cúpula perredista (que no son sólo integrantes de Nueva Izquierda), recabar esa información para fines de inscripción electoral implicaría una tarea sencilla pues el paso inicial, la identificación de partidarios resueltos, está ya dado, algo de lo que no se pueden ufanar los miembros de los partidos fundados en el último cuarto de siglo, las más de las veces convocados mediante engaños o con incentivos que poco tienen que ver con la política, como la oferta de recibir regalos o al menos la posibilidad de ganar algunos si el azar así lo determina.
Hay motivos para suponer que ese es el propósito de López Obrador lo mismo que para creer lo contrario. Se recuerda la mala relación que desde siempre ha observado el dirigente con los cuadros formales de su partido, de los que desconfía sobre todo porque los conoce. De allí su inclinación a hacer política, más allá de los límites partidarios, con la gente sin organización o con encuadramientos laxos como los que operan en la CND, o con personas de su confianza como los que integraron su estado mayor durante la campaña o forman ahora su gabinete. Pero si se recuerdan esos rasgos, también deben tenerse presentes los contrastantes: López Obrador pasó seis años, de 1988 a 1994, en su estado natal organizando el PRD. Y cuando a partir de 1996 lo presidió en todo el país, lo hizo destinatario de un amplio financiamiento y lo condujo a ganar elecciones, lo que significó constituir bancadas en el Congreso federal que, además de significar recursos adicionales, le dieron presencia parlamentaria como nunca antes la habían tenido partidos de izquierda.
Sin suspicacia, puede conjeturarse que además del propósito explícito de reclutar apocadores a su gobierno legítimo, López Obrador procede ad cautelam, es decir, por si las dudas. En otras palabras, más que tomar la iniciativa para crear un nuevo partido, el excandidato presidencial pretendería contar con un instrumento de defensa y acción en caso de que sus adversarios en el PRD tomaran el control del partido y dejaran de apoyarlo o buscaran someterlo a un papel inocuo, exactamente opuesto al que hasta ahora le permite conducir realmente el movimiento unido en torno suyo.
Esa posibilidad se acercará a su consumación en los próximos días. El 30 de noviembre se cierra el plazo de inscripción de los nuevos miembros del partido que tendrán derecho a votar en marzo próximo para renovar el Comité Nacional. Hasta este momento, como se comprobó en el congreso partidista de junio pasado, las corrientes cercanas a López Obrador suman un número menor de miembros que Nueva Izquierda y sus aliados, lo que no es una paradoja, pues el masivo asentimiento que se observa en torno de López Obrador procede en amplia medida de perredistas sin credencial, es decir, de simpatizantes que no sienten necesario, o a quienes horroriza formalizar su pertenencia al partido. Si por esa circunstancia fuera elegida una dirección nacional que acentuara sus diferencias con López Obrador, sus partidarios podrían adoptar la táctica de la doble militancia, que se expresara en la pertenencia a una organización paralela, exenta de las querellas internas (o con disputas atemperadas por el acatamiento a un líder), sin dejar de participar en el PRD, con las ventajas políticas y financieras que ello supone.
Si el balance de un año de gobierno legítimo se constriñera a comprobar el cumplimiento de las 20 tareas, que involucra a López Obrador y a su gabinete (que con alguna excepción parece inexistente), el resultado sería negativo al punto de afirmarse que se ha perdido el tiempo. Pero si consideramos que el verdadero fin de López Obrador es la organización de personas cuyos nombres conoce y cuya mirada se ha cruzado con la suya, él mismo y su cauda de seguidores tienen motivo de satisfacción al llegarse a este primer aniversario de esta forma peculiar de enfrentarse a un gobierno legalmente establecido.
Al rendir su protesta en una tribuna que quiso recordar la tradición republicana juarista (y que a muchos, no sólo adversarios de López Obrador, sino incluso seguidores suyos, pareció tan impropia como la idea misma del gobierno legítimo), López Obrador anunció un plan de 20 tareas. Sus enunciados fueron tan genéricos que puede argumentarse que se han cumplido, pues el primero, por ejemplo, establece que se debe “impulsar el proceso para la renovación de las instituciones públicas”; aunque también pueda sostenerse lo contrario, que no se ha dado en ningún caso ese impulso imperativo.
Amén de esas 20 tareas, López Obrador propuso crear “una red nacional de representantes del gobierno legítimo”, para contar con el apoyo popular. Dijo entonces, y lo repitió en su libro La mafia nos robó la presidencia, que “un gobierno divorciado de la sociedad no es más que una fachada, un cascarón, un aparato burocrático. Por eso propuse que el gobierno legítimo fuese el pueblo organizado”. Para conseguirlo anunció también que su Presidencia sería itinerante. Desde entonces programó su actividad semanal: lunes, martes y miércoles atendería asuntos con el Frente Amplio Progresista, su gabinete, y recibiría a quien solicitara verlo, y de jueves a domingo recorrería los municipios del país, hasta el total de 2 mil 500. En 52 fines de semana, con alguna excepción como la de hoy y otras anteriores, ese objetivo se ha cumplido.
Son visitas a ras de tierra, para encontrarse con la gente más alejada de los centros de poder y aun de la actividad política, que sigue unida con López Obrador pese a todas las adversidades. El antiguo candidato presidencial ha justificado en nombre de esos ciudadanos el haberse atribuido el carácter de legítimo y el no asumirse como líder de la oposición, aunque en los hechos lo sea. En su razonamiento, encabezar un movimiento opositor significa reconocer la legalidad y legitimidad del gobierno. Y ello frustraría la decisión popular, ciudadana, de contar con su propio presidente, que anule por sí mismo al que las instituciones ungieron como tal y que por ello fue considerado espurio por la CND el 16 de septiembre de 2006, dos semanas después de que el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación declaró constitucionalmente electo a Felipe Calderón.
En estos recorridos López Obrador, que ha previsto reunirse con 5 millones de personas antes de diciembre de 2008 y ha visto ya a más de la cuarta parte de esa cifra, se propone “crear la organización ciudadana más importante que se haya visto en toda nuestra historia y llevar a cabo, desde abajo y con la gente, la transformación política, económica, social y cultural que requiere México”.
Aparte de este objetivo, cuya expresión no está exenta de retórica, López Obrador consigue otro propósito: hacer firmar a quienes así lo desean (y lo hace la mayor parte del público con el que se reúne) una carta compromiso en que se expresa, “de manera voluntaria, libre y consciente, mi adhesión y apoyo al gobierno legítimo de México, cuyos postulados son la protección de los derechos del pueblo y la defensa del patrimonio nacional”. Y tras la enumeración de objetivos por los cuales luchar, como “el establecimiento del estado de bienestar”, cada firmante acepta, “en consecuencia”, “ser representante del gobierno legítimo” y acudir “al llamado o convocatoria que haga el presidente legítimo de México para defender estas causas”.
En un sector del PRD, al que López Obrador pertenece y encabezó, el que lo llevó a la jefatura de Gobierno del Distrito Federal y lo postuló a la Presidencia, se ve con recelo el activismo del excandidato. Quizá creyendo, como el león, que todos son de su condición, lo temen como el germen de una organización de obediencia lopezobradorista, que se formalizara al margen del partido y eventualmente contendiendo en su contra. Es verdad que el padrón de firmantes de la carta compromiso no incluye el número de la credencial de elector, cuyo acopio y registro ocupa a quienes explícitamente reclutan militantes (o miembros nada más) para un nuevo partido. Pero de tener razón los suspicaces o temerosos miembros de tal segmento de la cúpula perredista (que no son sólo integrantes de Nueva Izquierda), recabar esa información para fines de inscripción electoral implicaría una tarea sencilla pues el paso inicial, la identificación de partidarios resueltos, está ya dado, algo de lo que no se pueden ufanar los miembros de los partidos fundados en el último cuarto de siglo, las más de las veces convocados mediante engaños o con incentivos que poco tienen que ver con la política, como la oferta de recibir regalos o al menos la posibilidad de ganar algunos si el azar así lo determina.
Hay motivos para suponer que ese es el propósito de López Obrador lo mismo que para creer lo contrario. Se recuerda la mala relación que desde siempre ha observado el dirigente con los cuadros formales de su partido, de los que desconfía sobre todo porque los conoce. De allí su inclinación a hacer política, más allá de los límites partidarios, con la gente sin organización o con encuadramientos laxos como los que operan en la CND, o con personas de su confianza como los que integraron su estado mayor durante la campaña o forman ahora su gabinete. Pero si se recuerdan esos rasgos, también deben tenerse presentes los contrastantes: López Obrador pasó seis años, de 1988 a 1994, en su estado natal organizando el PRD. Y cuando a partir de 1996 lo presidió en todo el país, lo hizo destinatario de un amplio financiamiento y lo condujo a ganar elecciones, lo que significó constituir bancadas en el Congreso federal que, además de significar recursos adicionales, le dieron presencia parlamentaria como nunca antes la habían tenido partidos de izquierda.
Sin suspicacia, puede conjeturarse que además del propósito explícito de reclutar apocadores a su gobierno legítimo, López Obrador procede ad cautelam, es decir, por si las dudas. En otras palabras, más que tomar la iniciativa para crear un nuevo partido, el excandidato presidencial pretendería contar con un instrumento de defensa y acción en caso de que sus adversarios en el PRD tomaran el control del partido y dejaran de apoyarlo o buscaran someterlo a un papel inocuo, exactamente opuesto al que hasta ahora le permite conducir realmente el movimiento unido en torno suyo.
Esa posibilidad se acercará a su consumación en los próximos días. El 30 de noviembre se cierra el plazo de inscripción de los nuevos miembros del partido que tendrán derecho a votar en marzo próximo para renovar el Comité Nacional. Hasta este momento, como se comprobó en el congreso partidista de junio pasado, las corrientes cercanas a López Obrador suman un número menor de miembros que Nueva Izquierda y sus aliados, lo que no es una paradoja, pues el masivo asentimiento que se observa en torno de López Obrador procede en amplia medida de perredistas sin credencial, es decir, de simpatizantes que no sienten necesario, o a quienes horroriza formalizar su pertenencia al partido. Si por esa circunstancia fuera elegida una dirección nacional que acentuara sus diferencias con López Obrador, sus partidarios podrían adoptar la táctica de la doble militancia, que se expresara en la pertenencia a una organización paralela, exenta de las querellas internas (o con disputas atemperadas por el acatamiento a un líder), sin dejar de participar en el PRD, con las ventajas políticas y financieras que ello supone.
Si el balance de un año de gobierno legítimo se constriñera a comprobar el cumplimiento de las 20 tareas, que involucra a López Obrador y a su gabinete (que con alguna excepción parece inexistente), el resultado sería negativo al punto de afirmarse que se ha perdido el tiempo. Pero si consideramos que el verdadero fin de López Obrador es la organización de personas cuyos nombres conoce y cuya mirada se ha cruzado con la suya, él mismo y su cauda de seguidores tienen motivo de satisfacción al llegarse a este primer aniversario de esta forma peculiar de enfrentarse a un gobierno legalmente establecido.
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Hay que afiliarse al PRD antes del 30 de nov .
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