Adolfo Sánchez Rebolledo
Durante muchas décadas, la expresión propiedad de la nación está unida a la concepción fundada en el nacionalismo y, más particularmente, al nacionalismo revolucionario considerado como la ideología del Estado mexicano. Sin embargo, al evolucionar y hacerse más compleja la diversidad de la sociedad, las expresiones contenidas en el texto constitucional los ojos de algunos se erosionan al grado de perder, junto con sus originales significados, toda capacidad de evocación: el nacionalismo deja de ser una hipótesis para la construcción de la nación, tanto en el plano de su integración demográfica y material, como en el de la construcción de un sujeto capaz de fundar una ciudadanía moderna que no excluya la diversidad y pasa a ser vulgar “ideología”, visión deformada de la realidad, retórica esencialista e identitaria, cuya finalidad es justificar la acción del Estado más que reformar a la sociedad misma. La crisis ideológica de los gobiernos “revolucionarios” alude, precisamente, a la conversión de la nación, un sujeto histórico en términos constitucionales, en un valedor de los grandes intereses particulares. (Al respecto veáse el magnífico artículo de Arnaldo Córdova: “La propiedad en el 27 constitucional”, La Jornada, 11/11/07.)
No es la modernización del país la que hunde al nacionalismo tal como lo entiende Lázaro Cárdenas, sino la clausura de la vía reformista a favor de la pequeña oligarquía público-privada la que lleva a un desarrollo polarizado y desigual. El estatismo, con su cauda de corrupción “redistributiva”, de corporativismo, se hace pasar como la única concreción posible del diseño constitucional, de manera que la sociedad identifique las causas de sus males en la operación, muchas veces irresponsable, del “sector nacionalizado”, no obstante que su funcionamiento ha servido con creces para crear y fortalecer a la iniciativa privada, cuyos privilegios en materia fiscal y subsidios energéticos parecen inamovibles.
Ni siquiera la industria petrolera, sin la cual sería impensable el México actual, escapa al esquema privatizador que se asienta como nueva panacea. Así, la vocación social del Estado, digamos, pasa a un definitivo segundo plano, y si no desaparece por completo se debe a su importancia como medio de control político.
Pero la antigua división del trabajo que asignaba a la alta burocracia el monopolio de la administración del poder del Estado también es cuestionada por las fuerzas vivas: la liberación de los mercados mediante la expulsión del intervencionismo económico del Estado se convierte en piedra filosofal de la nueva religión económica. La paradoja es que antes de vencer por sí mismas en la lucha electoral, las grandes ideas de la oposición patronal –ahora asumidas como partes de un credo mundial– son acogidas y puestas en práctica desde el gobierno, como una reacción a los nuevos tiempos del capitalismo global, promovida desde y por la presidencia de la República.
La “desestatización” de la economía no solamente intenta corregir los obvios abusos acumulados en esta materia o simples absurdos, como el de convertir a la administración en el patrón de una fábrica de bicicletas, sino que avanza en la tarea de eliminar en los hechos (y en la teoría) la misma noción de propiedad nacional legítima y estratégica.
De ese modo, la disputa por la nación de la que hablan Cordera y Tello se resuelve, en primera instancia, en favor de aquellos que quieren liberar a la economía de las ataduras “socializantes” contenidas en la Constitución, pero las cosas no son tan simples, pues al emprender este camino México abandona la ruta del crecimiento, crece la desigualdad y la escala de los problemas asciende a cotas impensadas. Los éxitos del pasado pasan la factura de la modernización: la sociedad cambia más y más rápidamente que la capacidad instalada de respuesta intelectual y política. El pragmatismo invade la esfera pública. El cinismo individualista corta las alas al idealismo. El Estado pierde centralidad; la política hegemonía. La administración contempla la vida cotidiana con una mezcla de pavor e impotencia, siempre a la zaga de los hechos, aplicando trapitos a graves males. El futuro es la nebulosa al final de una catástrofe o una elección, no una hipótesis de trabajo concreta, realizable.
Los gobernantes se llenan la boca repitiendo su fe en México, pero la nación, vista desde el palacio de gobierno, se ha disuelto en el coro de los intereses particulares. La reforma social queda subordinada a la filantropía. Ya no es una política de Estado, sino el acto de caridad con “los que menos tienen”, desprovistos de voz y organización. No es de buen tono declararse partidario de mantener un área estratégica nacional, pública, que no sea “del gobierno”. Y, claro, se confunde el debate técnico administrativo con la visión de Estado a la que aún obliga la Constitución General de la República.
Bien haría la izquierda en debatir a fondo estos temas, sobre todo de cara a la posible reforma energética. La defensa de Pemex es imprescindible, sin duda, pero urge ir más allá de las posturas defensivas: hace falta reflexionar sobre el tipo de economía que aspiramos a construir en el mundo globalizado de hoy. Para estimular esa reflexión, me quedo con las palabras de Rafael Galván: “México no puede ser gobernado con filosofía de hombre de negocios ni por hombres que sobrepongan los intereses particulares a los intereses nacionales. México no puede ser gobernado por los grandes monopolios extranjeros, ni por quienes quieran prestar su nombre, su autoridad o su influencia a esos monopolios...” (21 agosto de 1963) ¿Será posible la sobrevivencia de la nación?
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