Raúl Moreno Wonchee
Para escribir estas líneas debí convencerme de que no fue un montaje, de que no fue un show. Me refiero a la actuación del monarca y del presidente del gobierno español que un buen amigo me insistía en que se trataba de un sainete preparado para romper la monotonía de la Cumbre cuyo aburrimiento había hecho presas de los jefes de Estado y de gobierno que engalanaron Santiago de Chile. Después de haber leído tres docenas de artículos periodísticos, escuchado una veintena de comentarios radiofónicos y visto varias versiones televisadas del incidente me convencí de que no fue un montaje, de que no fue un show. De que hubo show no hay duda, porque el rey y Zapatero dieron una exhibición mayúscula de estulticia, lo que siempre llama la atención y hasta suele causar regocijo sobre todo viniendo de personajes tan famosos e importantes. Y de que hubo montaje, hubo, nomás hay que ver la variedad de ediciones que se hicieron con el desfachatado propósito de engañar a la teleaudiencia, convirtiendo la real patanería en hazaña cívica y la tontería del plebeyo Zapatero en gesta democrática.
Comediantes involuntarios, pues, lo que permite disfrutar el espontáneo sainete en su verdadera y auténtica intensidad. Porque no es cosa de todos los días ver a un rey comportándose en público como si estuviera en la intimidad de sus aposentos o poniéndose el saco de golpista, ni escuchar a un demócrata extremo defender a un fascista con el supremo argumento de que Aznar, en su día, fue elegido democráticamente por el pueblo español (como si Hitler no hubiera sido, en su día, elegido democráticamente por el pueblo alemán) para luego intentar fusilarse al Benemérito con aquello del respeto aunque se le olvidara el derecho ajeno.
Por cierto, hay que recordar que cuando Aznar vino a México invitado por Espino para manchar la campaña de Felipe Calderón con su injerencismo fascista y su promoción de la guerra sucia, recibió un alud de críticas y reconvenciones incluso del mismo gobierno (que lo debió expulsar del país en cumplimiento de la Constitución), Zapatero regañó a los mexicanos por atentar contra la libertad de expresión de Aznar al que apoyó con otro de sus argumentos supremos: las leyes españolas le dan derecho a entrometerse en asuntos internos de México (aunque las leyes mexicanas se lo prohiban, dicho sea esto último entre paréntesis). Es decir Zapatero suscribe de la tesis bushiana de la extraterritorialidad de las leyes.
Y de aquí sale una explicación de fondo de la atrabiliaria actitud de los gobernantes españoles: en la filosofía política del reino no tiene lugar el principio de la autodeterminación de los pueblos. Ya sabíamos que si un catalán, un vasco o un gallego lo reivindica o peor aún lo intenta ejercer, debe parar en una democrática cárcel del democrático reino. Lo que sospechábamos y ahora sabemos con certeza es que tampoco a los latinoamericanos se nos reconoce semejante y subversivo derecho. Y debemos tener en cuenta que aunque se trate de una antigualla arrastrada por la vetusta monarquía, constituye una negación completamente funcional a los modernos intereses imperialistas del gran capital español, lo que a los latinoamericanos más nos vale no olvidar a la hora y en la hora de entregarles el dominio de recursos estratégicos o de servicios esenciales a cambio de las cuentas de vidrio de la eficiencia.
En el caso concreto de la pataleta real tampoco debe olvidarse que en el régimen monárquico español el rey es el jefe del Estado por lo que le corresponde el mando supremo de las fuerzas armadas y la conducción de la política exterior. Es decir, el Borbón ha tenido responsabilidad directa en las aventuras armadas ilegales y criminales de España en Irak y Afganistán, y por supuesto en la escandalosa (hoy sabemos que fue y sigue siendo escandalosa) participación del gobierno español en el intento de golpe de Estado en abril de 2002 contra el Presidente Hugo Chávez. Es decir, en la tropelía golpista no sólo hubo responsabilidad de Aznar sino también del rey. Por eso cuando Chávez denunció al expresidente, el Borbón se dio por aludido para terminar incriminándose con el real berrinche.
Por su parte, el Presidente Hugo Chávez me sorprendió. Teniendo tela de donde cortar para haber hecho cera y pabilo del rey y de Zapatero, contuvo su temperamento explosivo y los trató con una elegante y republicana prudencia. Después dijo que no había escuchado al rey, como disimulando el guante blanco, no se fuera a sobredimensionar su cortesía.
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