Carlos Fernández-Vega
Pues ya está: el “catarrito” carstensiano (de Carstens) y la “gripa” calderonista toma forma con el desmoronamiento del mundo bursátil y el crac del sistema financiero estadunidense, que ayer terminó por arrastrar en masa a los mercados internacionales, de tal suerte que todo apunta al incumplimiento de los más “alentadores” pronósticos para la economía mexicana, que ya de por sí eran deprimentes.
Ayer Wall Street se desplomó, con una pérdida en puntos mucho mayor que la registrada el primer día del crac de 1929, lo que ya es decir, pero sin superar aún el porcentaje de aquel fatídico jueves negro. En picada cayó ayer el Dow Jones hasta cerrar con una “minusvalía” –como ahora le llaman– de 6.98 por ciento con respecto a la víspera. El 24 de octubre de 79 años atrás el quebranto se aproximó a 9 por ciento, pero las puntillas fueron clavadas el lunes 28 y el martes 29 de ese mismo mes y año, con derrumbes de 12.8 y 11.7 por ciento, respectivamente, o lo que es lo mismo 33.5 por ciento en tres jornadas bursátiles. Debió transcurrir un cuarto de siglo para que el Dow Jones recuperara el puntaje que reportó la víspera del referido jueves negro. Dicho sea de paso, el 11 de septiembre de 2001 el principal índice de la bolsa neoyorquina se redujo 7.6 por ciento, pero dada la magnitud del nuevo derrumbe probablemente esa proporción será superada en los días por venir.
En esta nueva sacudida, que pinta para ser de mucho mayor calado que la de 1929, el Congreso estadunidense dijo no (228 votos en contra, 205 a favor) al llamado plan Bush para “rescatar”, con 700 mil millones de dólares de los contribuyentes, al perverso cuan voraz e incontrolado mundillo financiero-bursátil, de tal suerte que ahora la Casa Blanca culpa a los legisladores por el desmoronamiento de la economía de casino, cuando su inquilino es uno de los principales responsables, sin que los del Capitolio queden libres de culpa.
De cualquier forma, “aún hay esperanzas” de que los legisladores lo aprueben (en un mañoso procedimiento de votar en una suerte de “segunda ronda”), lo que confirma que sin la intervención del Estado el sacrosanto mercado “privado, libre y soberano” no da de sí. El problema más grave para Bush junior es que ahora no tiene clóset donde esconder los cadáveres, ni países que culpar e invadir para desviar la atención sobre los errores y aberraciones de su administración, así como su complicidad con los barones del sistema financiero estadunidense. Para él la justificación del crac actual resulta mucho más complicada que la ofrecida el 11 de septiembre de 2001, porque ha pegado directamente donde a los gringos les duele de verdad.
Y en México el “catarrito” y la “gripa” se llevaron entre las patas a la Bolsa Mexicana de Valores, cuyo principal indicador se desplomó 6.4 por ciento, la caída más drástica desde abril de 2000, al tiempo que el tipo de cambio del peso frente al dólar reportó el más drástico movimiento negativo de 2008.
Tras el crac del mercado bursátil mexicano en octubre de 1987, y luego de que el entonces presidente Miguel de la Madrid calificará de “bisoños” a los más de 350 mil pequeños inversionistas que fueron trasquilados por los especuladores bursátiles (los que a su vez se quedaron con la banca reprivatizada en el salinismo), el otrora poderoso empresario, banquero y bolsista Agustín F. Legorreta decretaba “el fin de la novela rosa de la Bolsa; se acabó”. Pero no fue así, que para eso estaba la nueva ola de gerentes que se instalaron en Los Pinos, en línea con la “tradición” de los gobernantes estadunidenses.
Tanto allá como acá, cualquier acción gubernamental tendiente a “corregir los altibajos del mercado”, “frenar la especulación”, “atemperar el nerviosismo pasajero” y demás calificativos igual de pomposos que de falsos, no tiene como fin proteger a los pequeños ahorradores, a quienes perdieron su casa al no poder cumplir con el pago de la hipoteca; no cubrieron puntualmente su crédito empresarial o pagaron a tiempo su tarjeta de crédito, sino a los de siempre: los barones del dinero. Aquí, para tal fin, se destinó 20 por ciento del producto interno bruto; allá 5 por ciento, y ni un sólo centavo benefició al ciudadano de a pie. Por el contrario, son ellos los que pagan el festín, sin haber sido invitados.
En el discurso, allá y aquí, siempre el “objetivo” es “salvar a la economía” y a “los ciudadanos”, pero a los responsables de su hundimiento, a los especuladores que exprimen a inversionistas y contribuyentes, y que operan sin traba, ninguna exigencia ni sanción, ningún llamado a cuentas por la sacudida que, como siempre, pagarán los de a pie. México es el mejor ejemplo.
Y en pleno “catarrito”, con su “gripa” asociada, otra maravillosa sorpresa: los discursos no impulsan al país; de hecho, ni siquiera sirven para frenar el deterioro ni la desconfianza. Por el contrario, lo único que confirman es que parapetados en el micrófono oficial y en el multimillonario presupuesto destinado a la propaganda del régimen, las cosas han ido de mal en peor.
Resulta que el llamado riesgo-país (tan cuidado y presumido en el pasado inmediato como sinónimo de “fortaleza económica y solidez financiera”) se ha duplicado en lo que va de la “continuidad”. Cuando Calderón se sentó en Los Pinos este indicador, que mide la percepción del mercado del riesgo asociado a invertir en valores del país, se ubicó en 98 puntos; ayer, se aproximó a 240 puntos, un avance de casi 145 por ciento en el periodo. Peor aún, hace dos años (septiembre 2006) estaba en 86 puntos, y hace uno (septiembre de 2007) en 111 puntos. A partir de julio de 2008 el incremento ha sido sostenido, y eso que aún no reventaba, oficialmente, el sistema financiero de Estados Unidos.
Es el “catarrito”, pues, y su hermana gemela la “gripa”. Una tesis incuestionable. Para Calderón y Carstens, el Nobel de Economía.
Las rebanadas del pastel
Preparaos, mortales escuálidos e indefensos: si antes del estallido formal de la crisis económico-financiera en Estados Unidos la banca trasnacional que opera en el país aumentó rapazmente las tasas de interés que cobra a sus créditohabientes, hasta duplicarlas en un año, ¿qué esperar de esas bondadosas instituciones ahora que ya se dio el banderazo de salida? Mientras, los amigos de Calderón que dicen ser secretarios de Estado, porque son sus mejores cuates, repiten el desgastadísimo disco de “vamos de maravilla y nos pelan los dientes”.
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