Gustavo Díaz Ordaz murió el 15 de julio de 1979, Marcelino García Barragán el 3 de septiembre siguiente, Alfonso Corona del Rosal el 7 de enero de 2001. Luis Echeverría, subordinado del primero, compañero de gabinete de los dos restantes, los ha sobrevivido. Es el único miembro del gobierno que asesinó a cientos de jóvenes el 2 de octubre de 1968, hace 40 años, que vive aún.
Con gran sentido escenográfico, Echeverría se preparó una coartada que le permitiera aparecer ajeno a lo que después llamaríamos la matanza de Tlatelolco. Por supuesto que no sólo estaba al tanto de lo que haría el equipo de Díaz Ordaz para descabezar al movimiento estudiantil y popular sino que por interpósita persona participaba en la planeación y puesta en práctica de la estrategia presidencial.
El capitán Fernando Gutiérrez Barrios, director federal de Seguridad y enlace de Gobernación con el Ejército, entregó directamente al secretario de la Defensa, general Marcelino García Barragán, las llaves de los departamentos del edificio Chihuahua, en la Unidad Nonoalco Tlatelolco en que militares vestidos de civil se ocultarían para aprehender a los miembros del Consejo Nacional de Huelga (ver Parte de guerra, de Julio Scherer García y Carlos Monsiváis).
En presencia de Gutiérrez Barrios, en la mañana de aquel miércoles funesto García Barragán dijo a los generales de su plana mayor que el secretario de Gobernación le había informado que el Comité de Huelga "tiene convocado para hoy un mitin en la plaza de Tlatelolco y que al terminar éste se dirigirán a las instalaciones del Politécnico para tomarlas, quitándoselas a los soldados que las custodian... para hacer abortar esta acción se ha decidido, por el mando del ejército, disolver el mitin de Tlatelolco, capturando al Comité de Huelga..."
O sea que Echeverría no sólo estaba al tanto de los acontecimientos, sino que él mismo ofrecía información a la Defensa, y la DFS, bajo su dependencia, aportaba los elementos materiales para aplicar la estrategia militar. Y sin embargo, montó una escenografía para mostrarse ignorante de la tragedia que estaba ocurriendo no lejos de su despacho en Bucareli, en la Plaza de las Tres Culturas. Invitó a tomar café, y a conversar tranquilamente al pintor David Alfaro Siqueiros y a su esposa Angélica. Era una pareja conspicua en todas partes, sobre todo en Gobernación. El muralista había salido recientemente de la cárcel, a que lo condujo una represalia política del presidente Adolfo López Mateos, instrumentada por su secretario Díaz Ordaz, para castigar el activismo del artista que precedió a López Mateos durante su viaje a Sudamérica en una campaña de denuncia que desdoró la imagen que el mandatario mexicano buscaba proyectar.
Echeverría era un funcionario extremadamente cauteloso. No hubiera dado un paso como recibir a Siqueiros en su oficina sin notificarlo a Díaz Ordaz. Lo contrario hubiera significado una deslealtad, pecado supremo en deificación presidencial que el secretario de Gobernación no se hubiera atrevido a cometer. Tampoco se hubiera permitido dar la apariencia de frivolidad -hacer vida social, relaciones públicas- mientras una porción de los habitantes de la capital vivía en vilo por las movilizaciones juveniles, que generaron una represión cuyo tono iba en aumento hasta llegar a la ocupación militar de los predios del Politécnico y la Universidad Nacional.
En todo ello participaba Echeverría, cuidadoso siempre de mostrar fidelidad a su jefe, intuyendo o averiguando hacia dónde quería éste dirigirse para coincidir con él, para hacerle saber que en su reemplazante en Bucareli el presidente no sólo tenía un eficaz colaborador sino también, y sobre todo, un sucesor que continuaría su política de firmeza frente a la agitación comunista y quien le evitaría cualquier intento futuro de revisar sus actos. En esa identificación plena con Díaz Ordaz fincó Echeverría el trabajo político que lo condujo a sucederlo. Por eso puede decirse que su triunfo al ser ungido candidato presidencial se erigió sobre las tumbas de las víctimas de Tlatelolco.
En Los presidentes, el propio Julio Scherer ofreció otra prueba de la participación central de Echeverría en la noche de Tlatelolco. Cuando el estruendo de las balas no había cesado aún, el secretario de Gobernación se aseguraba de que la información sobre el suceso funesto correspondería a los intereses del gobierno y los suyos propios. En un "telefonema urgente", mintió al flamante director de Excélsior (elegido apenas un mes atrás) al informarle que había una batalla entre militares y estudiantes, en la que "caían sobre todo soldados, y a punto de colgar el teléfono había dejado al aire la frase amenazante: ¿Queda claro, no?".
A pesar de que en el otoño de 1968 faltaba un año entero para que Díaz Ordaz resolviera su sucesión, es seguro que el presidente la tuviera en la cabeza al encarar la crisis que su paranoia achacaba a la conspiración comunista destinada a desprestigiar a México en las vísperas de su debut internacional como nación potente, capaz de organizar unos juegos olímpicos. Ganó el premio quien supo sintonizarse con el temperamento presidencial. Lo intentaban todos, cada uno a su modo. Emilio Martínez Manautou, secretario de la Presidencia, simulando que creía en las ofertas de diálogo que Díaz Ordaz formulaba de dientes para afuera y mostrándose por ello conciliador y cercano a intelectuales que hubieran podido bendecir al gobernante feroz una vez concluido su sexenio. Alfonso Corona del Rosal, por su parte, suponía acaso que su doble vertiente de militar y político podía servir como bisagra, que asegurara el acercamiento con los universitarios basado en la intransigencia que era grata al Presidente, consustancial a él mismo.
El escogido fue Echeverría. Corona del Rosal quedó retirado de la política concluida su gestión en el gobierno de la ciudad de México. Después de ser senador y gobernador de su estado, ocupante de dos carteras en el gabinete presidencial, su jubilación llegó a tiempo. No así la de Martínez Manautou, que había saltado casi de la nada (un puesto en la política provinciana) a la Secretaría de la Presidencia. Alejado de la vida pública mientras gobernó Echeverría, resucitó para ocupar, impulsado por el José López Portillo que había sido su colaborador, la secretaría de Salubridad y el gobierno de Tamaulipas.
A su vez, Echeverría trocó su mutismo en verborrea y la sumisión en altanería, que desafió a un cada vez más perplejo Díaz Ordaz, a quien resultó difícil entender que se había equivocado y escogido para sucederlo a quien fingió ser lo que no era. Se sabe que por lo menos una vez, en noviembre de 1969, cuando el candidato que él había ungido le formuló un reproche no por indirecto menos corrosivo (el minuto de silencio en Morelia por la muerte de estudiantes y soldados en Tlatelolco), Díaz Ordaz pensó en revisar su decisión y desposeerlo de la candidatura. Lo que son las cosas: el hombre que ordenó la matanza del 2 de octubre no tuvo ánimos para disponer de la vida de quien sería su sucesor, como ocurriría años más tarde.
Muertos cada uno de los otros protagonistas del crimen de Tlatelolco, sólo sobrevive Echeverría. Resiste aún los afanes, que le resultan inconcebibles, de juzgarlo por el genocidio que cometió entonces y prolongó en los años de su propia presidencia. No irá nunca a la cárcel, pero la historia no lo ha absuelto, no lo absolverá. L
Con gran sentido escenográfico, Echeverría se preparó una coartada que le permitiera aparecer ajeno a lo que después llamaríamos la matanza de Tlatelolco. Por supuesto que no sólo estaba al tanto de lo que haría el equipo de Díaz Ordaz para descabezar al movimiento estudiantil y popular sino que por interpósita persona participaba en la planeación y puesta en práctica de la estrategia presidencial.
El capitán Fernando Gutiérrez Barrios, director federal de Seguridad y enlace de Gobernación con el Ejército, entregó directamente al secretario de la Defensa, general Marcelino García Barragán, las llaves de los departamentos del edificio Chihuahua, en la Unidad Nonoalco Tlatelolco en que militares vestidos de civil se ocultarían para aprehender a los miembros del Consejo Nacional de Huelga (ver Parte de guerra, de Julio Scherer García y Carlos Monsiváis).
En presencia de Gutiérrez Barrios, en la mañana de aquel miércoles funesto García Barragán dijo a los generales de su plana mayor que el secretario de Gobernación le había informado que el Comité de Huelga "tiene convocado para hoy un mitin en la plaza de Tlatelolco y que al terminar éste se dirigirán a las instalaciones del Politécnico para tomarlas, quitándoselas a los soldados que las custodian... para hacer abortar esta acción se ha decidido, por el mando del ejército, disolver el mitin de Tlatelolco, capturando al Comité de Huelga..."
O sea que Echeverría no sólo estaba al tanto de los acontecimientos, sino que él mismo ofrecía información a la Defensa, y la DFS, bajo su dependencia, aportaba los elementos materiales para aplicar la estrategia militar. Y sin embargo, montó una escenografía para mostrarse ignorante de la tragedia que estaba ocurriendo no lejos de su despacho en Bucareli, en la Plaza de las Tres Culturas. Invitó a tomar café, y a conversar tranquilamente al pintor David Alfaro Siqueiros y a su esposa Angélica. Era una pareja conspicua en todas partes, sobre todo en Gobernación. El muralista había salido recientemente de la cárcel, a que lo condujo una represalia política del presidente Adolfo López Mateos, instrumentada por su secretario Díaz Ordaz, para castigar el activismo del artista que precedió a López Mateos durante su viaje a Sudamérica en una campaña de denuncia que desdoró la imagen que el mandatario mexicano buscaba proyectar.
Echeverría era un funcionario extremadamente cauteloso. No hubiera dado un paso como recibir a Siqueiros en su oficina sin notificarlo a Díaz Ordaz. Lo contrario hubiera significado una deslealtad, pecado supremo en deificación presidencial que el secretario de Gobernación no se hubiera atrevido a cometer. Tampoco se hubiera permitido dar la apariencia de frivolidad -hacer vida social, relaciones públicas- mientras una porción de los habitantes de la capital vivía en vilo por las movilizaciones juveniles, que generaron una represión cuyo tono iba en aumento hasta llegar a la ocupación militar de los predios del Politécnico y la Universidad Nacional.
En todo ello participaba Echeverría, cuidadoso siempre de mostrar fidelidad a su jefe, intuyendo o averiguando hacia dónde quería éste dirigirse para coincidir con él, para hacerle saber que en su reemplazante en Bucareli el presidente no sólo tenía un eficaz colaborador sino también, y sobre todo, un sucesor que continuaría su política de firmeza frente a la agitación comunista y quien le evitaría cualquier intento futuro de revisar sus actos. En esa identificación plena con Díaz Ordaz fincó Echeverría el trabajo político que lo condujo a sucederlo. Por eso puede decirse que su triunfo al ser ungido candidato presidencial se erigió sobre las tumbas de las víctimas de Tlatelolco.
En Los presidentes, el propio Julio Scherer ofreció otra prueba de la participación central de Echeverría en la noche de Tlatelolco. Cuando el estruendo de las balas no había cesado aún, el secretario de Gobernación se aseguraba de que la información sobre el suceso funesto correspondería a los intereses del gobierno y los suyos propios. En un "telefonema urgente", mintió al flamante director de Excélsior (elegido apenas un mes atrás) al informarle que había una batalla entre militares y estudiantes, en la que "caían sobre todo soldados, y a punto de colgar el teléfono había dejado al aire la frase amenazante: ¿Queda claro, no?".
A pesar de que en el otoño de 1968 faltaba un año entero para que Díaz Ordaz resolviera su sucesión, es seguro que el presidente la tuviera en la cabeza al encarar la crisis que su paranoia achacaba a la conspiración comunista destinada a desprestigiar a México en las vísperas de su debut internacional como nación potente, capaz de organizar unos juegos olímpicos. Ganó el premio quien supo sintonizarse con el temperamento presidencial. Lo intentaban todos, cada uno a su modo. Emilio Martínez Manautou, secretario de la Presidencia, simulando que creía en las ofertas de diálogo que Díaz Ordaz formulaba de dientes para afuera y mostrándose por ello conciliador y cercano a intelectuales que hubieran podido bendecir al gobernante feroz una vez concluido su sexenio. Alfonso Corona del Rosal, por su parte, suponía acaso que su doble vertiente de militar y político podía servir como bisagra, que asegurara el acercamiento con los universitarios basado en la intransigencia que era grata al Presidente, consustancial a él mismo.
El escogido fue Echeverría. Corona del Rosal quedó retirado de la política concluida su gestión en el gobierno de la ciudad de México. Después de ser senador y gobernador de su estado, ocupante de dos carteras en el gabinete presidencial, su jubilación llegó a tiempo. No así la de Martínez Manautou, que había saltado casi de la nada (un puesto en la política provinciana) a la Secretaría de la Presidencia. Alejado de la vida pública mientras gobernó Echeverría, resucitó para ocupar, impulsado por el José López Portillo que había sido su colaborador, la secretaría de Salubridad y el gobierno de Tamaulipas.
A su vez, Echeverría trocó su mutismo en verborrea y la sumisión en altanería, que desafió a un cada vez más perplejo Díaz Ordaz, a quien resultó difícil entender que se había equivocado y escogido para sucederlo a quien fingió ser lo que no era. Se sabe que por lo menos una vez, en noviembre de 1969, cuando el candidato que él había ungido le formuló un reproche no por indirecto menos corrosivo (el minuto de silencio en Morelia por la muerte de estudiantes y soldados en Tlatelolco), Díaz Ordaz pensó en revisar su decisión y desposeerlo de la candidatura. Lo que son las cosas: el hombre que ordenó la matanza del 2 de octubre no tuvo ánimos para disponer de la vida de quien sería su sucesor, como ocurriría años más tarde.
Muertos cada uno de los otros protagonistas del crimen de Tlatelolco, sólo sobrevive Echeverría. Resiste aún los afanes, que le resultan inconcebibles, de juzgarlo por el genocidio que cometió entonces y prolongó en los años de su propia presidencia. No irá nunca a la cárcel, pero la historia no lo ha absuelto, no lo absolverá. L
No hay comentarios.:
Publicar un comentario