Editorial
Ayer, en una votación dividida –225 sufragios en contra y 208 en favor–, la Cámara de Representantes de Estados Unidos rechazó el multimillonario plan de rescate bancario propuesto por el gobierno de George W. Bush a instancias del secretario del Tesoro estadunidense, Henry Paulson, por medio del cual pretendía destinar 700 mil millones de dólares al saneamiento del sector financiero de ese país. De manera significativa, la oposición más marcada contra el proyecto de la Casa Blanca se generó en el seno del gobernante Partido Republicano; al respecto, Mike Conaway, legislador de ese instituto político, lanzó una explicación contundente: “no podemos habituarnos al rescate de compañías que toman malas decisiones, en vez de dejar que aprendan de sus errores como todo el mundo”.
Como era de esperarse, la decisión del Capitolio provocó una oleada de descalabros en los mercados financieros en el hemisferio occidental, posterior a las caídas bursátiles registradas la víspera en Europa, consecuencia de la incertidumbre que genera la situación de Estados Unidos: después de que Wall Street registrara la mayor baja de su historia (6.98 por ciento), la Bolsa Mexicana de Valores sufrió su peor pérdida desde noviembre de 2006 (6.40 por ciento), en tanto que el peso retrocedió 25 centavos frente al dólar y llegó así al nivel más bajo del año frente a la divisa.
Así, han expresado en toda su crudeza las inconsecuencias de la política económica seguida por la Casa Blanca: mientras que en los pasados siete años se aplicó el neoliberalismo más brutal, se anuló la potestad reguladora del Estado y se preconizó la lógica de la supervivencia de los más fuertes, en semanas recientes –ante la crisis denotada por las enormes carteras vencidas del sector hipotecario– la administración de George W. Bush pretendió, con dinero público, correr al rescate de los grandes especuladores, empantanados en las consecuencias de su propia irresponsabilidad y corrupción.
Ciertamente, la situación creada tendrá nuevos impactos negativos en el conjunto de las economías mundiales, incluida, por supuesto, la nuestra, por más que el discurso oficial se empecine en minimizar la gravedad de la circunstancia. Es claro, por otra parte, que las autoridades políticas del país vecino tendrán que idear alguna estrategia para contener la crisis financiera desatada. Pero al mismo tiempo debe reconocerse que el Legislativo estadunidense vivió ayer un raro momento de lucidez, independencia y dignidad. El rechazo al impresentable proyecto de Bush y la resistencia a las formidables presiones políticas que demandaban su aprobación –con el respaldo de los dos candidatos presidenciales– expresan, a fin de cuentas, una negativa a invertir dinero público para remediar las culpas de un sector financiero que se extravió en su propia avaricia especuladora y una negativa correcta a la pretensión de socializar las monumentales deudas privadas. Ha prevalecido, así, el principio de contrapeso y la efectiva división de poderes. Está por verse si esos atributos pueden incidir en la formulación de un programa de reordenación financiera que ponga énfasis en auxiliar a los pequeños deudores, que en el plan de Bush habían sido ignorados, y si logra abrirse paso en la clase política estadunidense la percepción de que una operación de estabilización financiera con perspectivas de éxito debe ser, en la actual circunstancia de economía globalizada, de carácter mundial.
En lo inmediato, es inevitable contrastar la decisión adoptada ayer por la Cámara de Representantes del país vecino con lo ocurrido en México hace más de una década, cuando una mayoría legislativa conformada por los partidos Revolucionario Institucional y Acción Nacional otorgaron un vergonzoso aval al rescate de los banqueros urdido por la administración zedillista, y con ello obligaraon al conjunto de la sociedad a cargar con casi cien mil millones de dólares de deudas causadas por los manejos irresponsables y fraudulentos de la banca privada.
Por desgracia, a ocho años de la alternancia de siglas y colores en la Presidencia de la República, no se ha logrado erradicar la tendencia de los legisladores a alinearse en automático, o mediante previa negociación de prebendas, con los intereses de la camarilla político-empresarial que detenta el poder. Por lo demás, esa tendencia se relaciona con la frivolidad y la insensibilidad de un cuerpo legislativo acostumbrado a regalarse con dinero público, como lo exhibe la solicitud reciente de una millonaria partida del presupuesto destinado al Senado para construir una nueva sede en el Paseo de la Reforma.
Para finalizar, ante el crack bursátil que tuvo lugar ayer, el grupo gobernante mexicano tendría que acusar recibo de esa nueva señal de alarma y actuar en consecuencia: es urgente fortalecer y reactivar la economía nacional, y para ello es necesario un cambio preciso de rumbo y de prioridades. Las finanzas nacionales deben dejar de estar al servicio de los grandes capitales y orientarse a la atención de las necesidades acuciantes de la gran mayoría de la población.
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