El general y el abogado
A Heberto Castillo Martínez,
Ingeniero Cívico
In memoriam
Los sueños son hipótesis que únicamente
conocemos a través del recuerdo.
Paul Valéry
(Traducción libre del autor)
El movimiento del 68 continúa siendo enigmático y durante estos últimos tiempos se le ha ido atribuyendo toda clase de desventuras: haber propiciado en las prácticas públicas y privadas un relativismo intelectual y moral, o bien haber postulado un laxismo nihilista en las costumbres y destruido simultáneamente el principio de autoridad, los valores colectivos y las jerarquías que se estiman tanto naturales como necesarias. Resulta por lo tanto imperativo liquidar por aberrantes y peligrosas las secuelas del movimiento del 68 y pugnar por la restauración de la "sacrosanta autoridad" (Gobille, Mai 68, Éditions La Découverte).
Ello nos obliga a una reflexión y a repasar algunos de los sucesos del movimiento del 68. Resulta propicia la oportunidad que nos ofrece el aniversario de los 40 años del movimiento para dar cuenta de algunos de sus sucesos, no con un propósito político, sino dentro del desarrollo de un análisis histórico, que lo amerita, dada la relevancia que tuvieron estos eventos en el ámbito universal en la última mitad del siglo XX (Dominique Damamme, Fédréque Matonti y Bernard Pudal, Mai Juin 68, Les Éditions de l'Atelier, 2008).
El movimiento del 68 trascendió a todas las esferas sociales y alteró sustancialmente el poder político, y México no fue la excepción. En la época, dominados por la confusión natural suscitada por un fenómeno colectivo tan imprevisto como profundo, los pronunciamientos sibilinos no se escatimaron: "crisis de la civilización" (Malraux y Pompidou), preludio de una "revolución" social y política, "crisis o revuelta de la juventud", "advenimiento del individualismo hedonista y narcisista contemporáneo", "conflicto de generaciones", "conflicto de clases con una tipología específica" o bien "conflicto de clases tradicional".
El movimiento del 68 empero fue una crisis histórica y una ruptura herética en contra del orden establecido, que puso en predicamento la arbitrariedad de un orden social enquistado en los hábitos mentales, en las prácticas cotidianas y en las ideologías. Lo fue porque individuos y grupos sociales se convirtieron en actores de las transformaciones sociales que silenciosamente se gestaban. Esta generación, con frecuencia llamada generación del 68, cristalizó esta evolución y se convirtió en la vocera del cambio.
El común denominador en el ámbito universal del movimiento del 68 fue la insubordinación, imbuida de racionalidades y de lógicas, de ideas lúcidas e ilusiones, de intereses y de pasiones, de creencias y de razones (Jean-Pierre Le Goff, Mai 68, l'heritage imposible. Éditions La Decouverte).
Mis experiencias en este movimiento continúan provocándome un torbellino de sentimientos, que imaginaba totalmente sepultados, muchos de ellos confusos, quizá porque se encuentren ya desdibujados por el paso del tiempo.
Imposible que mi ánimo permanezca en un contexto objetivo; no puedo, pero tampoco lo deseo. He defendido y seguiré defendiendo mis utopías; he profesado y seguiré profesando la fe en mis ideales; he compartido y seguiré compartiendo mis sueños de libertad.
Las turbulencias del movimiento estudiantil del 68 me tomaron por sorpresa en la preparatoria del Colegio Alemán, en esa época imbuida fuertemente por la socialdemocracia alemana, encabezada por Willy Brandt. Irremediablemente me involucré en el movimiento estudiantil. Fue mi primer encuentro con una realidad que me rodeaba, pero cuyas entrañas desconocía completamente.
El movimiento estudiantil del 68, de vocación universal, tuvo en sus entornos específicos características propias, más aún el mexicano. Las protestas y los disturbios se expandían en forma inquietante para el establishment. Praga, Chicago, París, Tokio, Belgrado, Roma, Santiago de Chile, figuraban en la lista conspicua de ciudades por cuyas calles deambulaba incesantemente el espectro de conjuras. Las utopías gobernaban nuestras ilusiones como estudiantes.
Quizás el movimiento mexicano del 68, como lo afirmara Octavio Paz, se acercaba más a los movimientos estudiantiles en los países que se denominaban en la época como los Estados del Este europeo, con una especificidad fundamental: controvirtió a otra burocracia, la burocracia corporativista mexicana congregada en torno al Partido Revolucionario Institucional, y combatió la política exterior estadunidense, sepultada en el fango del río Mekong en Vietnam. En ese sentido el movimiento del 68 mexicano puede ser calificado de esencialmente nacionalista.
Todos sufrimos la represión del 68, unos y otros en forma diversa; todos, sin embargo, experimentamos la fractura de la sociedad mexicana, con la misma intensidad. La sociedad mexicana se vio obligada a pregonar dogmas como pocas veces en su historia. La claudicación de las ideas era la premisa del diálogo; su afirmación tuvo como respuesta las bayonetas; el apotegma del movimiento estudiantil francés del 68: il est interdit, d'interdire (está prohibido prohibir) fue considerado como elemento de convicción de disolución social; la juventud era per se síntoma de sospecha; la falta de reverencia al presidente de la República fue considerada prueba concluyente de subversión; la búsqueda de democracia y la defensa de la libertad de expresión eran los componentes de los disolventes de las estructuras del Estado mexicano. Al libre albedrío se le antepuso el dogma del Estado como el mejor y único guardián de las conciencias mexicanas. A la demanda estudiantil de democratización el Estado mexicano, como lo expresara Paz, contestó con la retórica "revolucionario-institucional" y con la violencia física, muy recurrida y altamente preciada en la época por la burocracia mexicana.
El contexto era claro: la aversión que provocaba en una sociedad como la nuestra cualquier atisbo de crítica. La expresión de disidencia intelectual, por menor que fuera, se convertía en forma instantánea e irremediable en una querella personal.
Ante la ausencia de propuestas democráticas, el Estado mexicano abdicó de ellas y recurrió a su lenguaje totalitario usual: La represión como forma de inhibición de toda forma de expresión y la prisión como lugar idóneo para silenciar las ideas, síntoma inequívoco de ausencia de legitimidad democrática y de gran debilidad moral.
El 2 de octubre se terminó el movimiento estudiantil y ese día culminó una época de la historia de México. Una simple reunión estudiantil, y no una manifestación como se argumentó, en Tlatelolco, que es una plaza pública, era la oportunidad para castigar ejemplarmente la insubordinación. La ferocidad del autoritarismo mexicano, anteriormente soterrado, lucía orgullo con todo su esplendor. La crónica de Elena Poniatowska La Noche de Tlatelolco, escrito siguiendo el criterio de la propia autora como un collage de testimonios de historia oral, da puntual cuenta de este evento. Este libro, enormemente pasional, no podía ser diferente, muestra con gran elocuencia una ruta de utopía que distinguió al movimiento del 68.
Heberto Castillo Martínez, uno de los grandes líderes morales del movimiento, no fue menos elocuente; sus palabras resultaron ser premonitorias: "... se trata de convencer a una sociedad de que hay caminos y de que, si éstos no existen, se hacen al andar. Que lo más peligroso es el inmovilismo o la intentona de echar para atrás el andar del tiempo, agitado y nervioso, de la República. Que esa es la manera más fácil de provocar la violencia en una sociedad autoritaria en sus costumbres políticas, rígida y en sus malos momentos, desvertebrada..."
La ironía de la vida me hizo asistir, como amanuense, a la redacción de la última voluntad del general Hernández Toledo, que tuvo a su cargo los eventos de Tlatelolco en el 68, en el Hospital Militar de la Ciudad de México. Mi padre, en la época titular del despacho de una notaría pública, convocó a quienes servíamos como amanuenses para acompañarlo en la diligencia; al hacerlo nos garantizó el respeto al ejercicio del derecho de conciencia, que merecíamos. La confrontación de nuestros principios era correlativa; cómo conciliar los principios rectores de la asistencia jurídica obligada, inherente al ejercicio profesional, a la que todos tienen derecho y a la que los abogados estamos obligados, con la condena moral a quienes habían encabezado contra mi generación, la represión. Opté por el cumplimiento de mi deber como abogado. Pero más aún, era una oportunidad para reconciliarme y poder sepultar los fantasmas que se negaban a abandonarme. Haberlo hecho diferente era darle la razón a las ortodoxias que empezaban a enraizarse en los espíritus mexicanos, contra las que precisamente habíamos combatido con determinación y las que hoy han atrapado a la sociedad mexicana. Estas ortodoxias, repulsivas por sus postulados de verdades únicas e incontrovertibles, se han apoderado de nuestros espacios, para dirimir sus disputas y los han convertido en el escenario de sus campos de batalla.
Lo relevante de la anécdota, el resto se encuentra sujeto al secreto profesional al que me encuentro obligado, es la catarsis en la que nos encontramos inmersos un general del Ejército mexicano, que estaba próximo a enfrentar la muerte, y un joven estudiante de leyes, que él sabía pertenecía a la generación de mexicanos cuyas utopías habían quedado sepultadas en los eventos trágicos del 2 de octubre. Terminé de manuscribir su última voluntad. Al término de su dictado, le di lectura pausadamente y en voz alta como lo ordena la ley. Se dio cumplimiento a la solemnidad del acto; concluido éste no reparé en identificarme como militante del movimiento del 68 y hacer profesión de fe de mis utopías.
Fueron momentos de mucha intensidad; escasos en palabras; su gesto adusto y su mirada fueron lo suficientemente elocuentes; la vida se le escapaba frente a uno de esos estudiantes ilusos, quien hacía poco tiempo deambulaba entre pupitres desordenados, que él había confundido con barricadas. El general Hernández Toledo, siempre con su aura marcial, imperturbable me tendió su mano y con la candidez de la juventud le correspondí con la mía.
El notariado era un santuario, en contra de los amagos y acechos del Estado. Quizá por ello hice de esta profesión un entorno natural. Coadyuvé, con otros muchos colegas de todos los orígenes, provenientes de nombres tan ilustres como Manuel Borja Martínez, en la creación de partidos políticos, especialmente los de la izquierda. En la época estaba en vigor la Ley Federal de Organizaciones Políticas y Procesos Electorales (LOPPE). Los partidos políticos debían fundarse mediante asambleas en las que la función notarial tenía una participación relevante. El secretariado de la antigua Comisión Federal Electoral por disposición de la ley le estaba atribuido al notariado.
La lucha democrática se insertaba en lo sucesivo en un contexto diferente. Una vez liberado el voto ciudadano o para expresarlo mejor, cuando el voto mexicano resultó eficiente, el resultado era por demás previsible. Las primeras elecciones en este nuevo contexto no dejaron lugar a dudas: fueron las elecciones más controvertidas en la época posmoderna de nuestro país.
El movimiento del 68 proviene de una racionalidad diferente a la prevista por los cánones existentes en la época: la incertidumbre que infundió en las prácticas ordinarias, la fractura herética de las verdades vigentes, provocadas por la contravención del conjunto de regulaciones sociales y políticas y de las formas permitidas en las que había que conducir las protestas.
Es justo hacer una precisión que anima estas líneas. La crítica coyuntural y las ciencias sociales están regidas por lenguajes diferentes. La primera es esencialmente política, intenta transformar la realidad y su método es la influencia en la movilización colectiva. El lenguaje de las ciencias sociales es científico, trata de analizar los fenómenos sociales y participa de la paciente reconstitución y análisis riguroso de los hechos. Pero, como bien lo expresa Gobille, ambas perspectivas, diferentes como son, proponen simultáneamente una perspectiva fresca y nueva, desnaturalizan lo que parece natural, cuestionan lo que parece dado, muestran que las evidencias más tenaces no resultan ser en realidad más que construcciones sociales y sedimentos históricos en las que las normas aparecen como "normadas" y no como "normales". En suma, ambas, crítica coyuntural y ciencias sociales, son formas de desfatalizar el mundo.
El movimiento del 68 hizo posible la construcción de comunidades de utopías, del retorno a la naturaleza, de rehacer la relación pedagógica, de liberar las costumbres y de precipitar la emancipación femenina. La incorporación de estos hábitos heterodoxos en nuestras prácticas cotidianas, constituyen las herencias insospechadas y nunca escuchadas del movimiento del 68 y forman la historia desconocida de la verdadera posteridad del movimiento.
* Activista en el 68, abogado de profesión,
notario público.
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